(Nuevo) Capítulo 2

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Algunas memorias me estrujaban el pecho. Dolor, lágrimas, también sangre y la soledad propia del camino que había seguido para portar la armadura de Aries. Encuentros, despedidas, la gente que seguía conmigo. También risas, momentos compartidos con quienes creía amigos; la calidez y el cuidado de varias personas.

Me masajeé un costado de la frente cuando sentí una punzada: desde mi regreso al Santuario se había vuelto un malestar recurrente. Sacudí la cabeza y miré a la estatua de Athena.

—Cuando era chico parecía más grande —dije para mí mismo.

Poco antes de ser nombrado santo de Aries, Shion me había traído consigo al Santuario para completar mi formación. Aunque tuviera seis años, no era excusa para que mi maestro no fuera exigente. De hecho, cuando no estábamos en hora de lección su trato era como con un familiar, un abuelo.

—Tenés un potencial enorme y ahora es cuando vas a demostrarlo —me dijo camino al coliseo.

Me aferré más fuerte a la mano arrugada que me llevaba. Los pasos que Shion daba eran demasiado largos para mis piernas infantiles; levantaba tierra al tratar de seguirle el ritmo sin tropezar.

—Al ser mi discípulo, muchos tienen grandes expectativas puestas en vos.

Frente a nosotros se abrió el coliseo de paredes y gradas que se alzaban casi hasta el cielo. Allí varios aprendices y maestros ya cumplían con sus rutinas; al notar la presencia de Shion todos se detuvieron a inclinarse para saludarlo. Levanté la mirada; el casco y el pelo canoso que nada conservaba de su color original no me dejaron ver su expresión.

Retomó su andar conmigo colgado de la mano. En un sector de las gradas un grupo de aspirantes jóvenes se puso de pie. Los dos al frente saludaron como habían hecho los demás y el resto imitó la acción.

—Mu, ellos son los próximos santos dorados al igual que vos.

Tras decir eso me obligó a unirme al grupo. Hice más fuerte mi agarre y lo miré con miedo. La mano libre del maestro me acarició la cabeza.

—Son tus compañeros de ahora en más. Aioros y Saga están a cargo.

Sentí que alguien me tocaba el hombro. Cuando volteé me encontré con los ojos brillantes de Aioros, quien dijo con una sonrisa:

—Vení, Mu. Ya vamos a empezar.

Bajé la cabeza, sin responderle. Entonces me llevó con los demás. Vi de nuevo a mi maestro y me dedicó unas últimas palabras antes de separarnos:

—Una vez a la semana voy a venir a buscarte para comprobar tu progreso.

Shion dio media vuelta y a paso lento abandonó el coliseo. A pesar de sus palabras y de que fuera habitual que me dejara para atender sus labores como Patriarca, por un instante creí que no iba a volver. Tantos años de aislamiento en Jamir habían dado como resultado que mis capacidades sociales se deterioraran. Desde mi llegada al Santuario, hacía una semana, apenas me había comenzado a acostumbrar a los asistentes de Shion y a las doncellas que me cuidaban cuando él no estaba.

Huir implicaría manchar la reputación del Patriarca, así que no tuve más alternativa que atender a la clase.

—Athena odia las armas tanto como la lucha injusta—decía Saga con autoridad—. Si los vemos en peleas desiguales en número, van a recibir un castigo acorde a sus actos.

—Divídanse en parejas para empezar a practicar —dijo Aioros en un tono firme pero dulce en comparación al del santo de Géminis.

Todos empezaron a moverse y conversar, excepto cierto rubio y yo. Lo miré de reojo: estaba sentado dos gradas más arriba que yo, con los párpados cerrados, apenas se le movía el pelo por la brisa. Los demás ya tenían equipos formados y nadie se había acercado a él. Pensé que a lo mejor estaba en una situación similar a la mía, que aún no tenía amigos, pero no se me ocurría nada para comenzar a hablarle.

Una cicatriz dulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora