(Nuevo) Capítulo 3

460 37 29
                                    

Esperé a mi discípulo toda la mañana con los materiales listos para empezar a trabajar, pero ya era casi mediodía y no había rastro de él. Hasta ese momento Aldebarán había sido el único en pasar varias veces con unos aspirantes, quienes sacaban escombros de alguna de las casas donde hubo peleas con Seiya y los demás.

Recordé que Shaka había visto a mi pupilo con Athena la tarde anterior, así que decidí buscarlo yo mismo. Si bien podía haber ido más rápido por los pasadizos secretos, fui por el camino principal. Fuera de los restos de las batallas todo seguía igual a como era antes de mi partida.

Cada templo guardaba recuerdos: las charlas interminables con Aldebarán, los consejos de Saga, los sustos que nos daba Deathmask y las risas que nos sacaba Aioria. Me quedé unos minutos en la casa de Leo para ayudar a mover lo que había quedado de unos pilares que obstruían el camino. Después continué mi marcha.

A medida que subía miraba a la casa de Virgo. Era inevitable pensar en lo que habíamos hablado la noche anterior: había sido el menos indicado para tratar ese tema.

La vista desde esa altura no dejaba de impresionarme. Cuando éramos chicos Aioria y yo molestábamos a Shaka porque se negaba abrir los ojos para ver lo que se perdía: la tierra extensa llena de vida y colores que se mezclaba en algún punto indefinido con el cielo.

Una vez nos sentamos en la entrada del templo de Virgo al atardecer. Shaka estaba envuelto en una túnica blanca que le quedaba enorme. Todavía tenía raspones en la cara que se había hecho mientras entrenábamos, al igual que en las manos que apretaban la tela.

—Si querés saber cómo es, yo te lo puedo describir —le dije—. Sé por qué no abrís los ojos, así que yo-...

—No te preocupes, Mu —me interrumpió—. No debe ser muy distinto a los que vi otras veces —terminó con una sonrisa que apenas se notaba.

Antes de eso había tenido muy pocas oportunidades de ver sus ojos; casi ni me acordaba de qué color eran o qué tanto brillaban cuando les daba la luz. Por muchos años hasta lo había olvidado.

De pronto escuché una voz conocida llamarme:

—¡Maestro Mu!

Me di vuelta enseguida: mi discípulo corría hacia mí con los brazos extendidos. Tropezó antes de poder alcanzarme, pero llegué a sostenerlo; él se disculpó y dio las gracias mientras reía.

—¿Kiki, dónde estabas? —le pregunté a medida que me ponía a su altura.

—Con la señorita Athena.

—¿Estuviste con ella todo el tiempo?

—Es que ayer pasó llorando por la casa de Aries. La acompañé y me quedé con ella para animarla.

Sentí un peso gigante sobre el cuerpo y dolor en el pecho. «No era mi intención lastimarla. ¿Cómo podría disculparme?», pensé con los párpados cerrados.

—¿Maestro, está bien?

La voz de Kiki me hizo reaccionar.

—Sí. —Le sonreí para dejarlo tranquilo—. Más importante: ¿cómo está Athena ahora?

—Todavía se nota un poco triste, pero al menos ya no llora.

—¿Y dónde está?

—Supongo que en la casa de Virgo. Fuimos a ver los arreglos. Cuando llegamos ahí me di cuenta de que ya había pasado mucho tiempo sin verlo y vine a buscarlo.

Suspiré con pesadez.

—Kiki, no podés andar paseando por las doce casas como si nada. Algún guardián podría no dejarte pasar y ya viste cómo terminaron Seiya y los demás.

Una cicatriz dulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora