(Nuevo) Capítulo 4

483 41 49
                                    

Me cepillaba el pelo frente al espejo mientras pensaba en la noche pasada. Desconocer por qué Shaka me había llevado comida me tenía inquieto.

Luego de que Shion fuera asesinado y que yo le diera la espalda al Santuario no hablé con ninguno de mis compañeros; apenas le dije a Aldebarán mis intenciones antes de irme. Supuse que el resto me tomaría por traidor, así que no esperaba que después de años me recibieran como a un amigo que se había ido por tanto tiempo, mucho menos Shaka que se había vuelto tan orgulloso. Tal vez la comida fue la manera de limar asperezas que había encontrado.

Miré las puntas de mi cabellera; algunas hebras estaban quebradas, pero al pasarle la mano las dejé sin imperfecciones. Agarré la cinta gastada con la que me ataba el pelo y pensé que ya era hora de cambiarla. «No me acuerdo cuándo fue la última vez que lo corté», dije para mis adentros.

Junté todo mi pelo en una cola de caballo alta y al ajustar la tela sentí el cuero cabelludo tirante. Me refregué la zona para calmar el dolor, pero como seguía decidí deshacer el peinado.

—La última vez que lo até así... —Arrugué la frente—. No, no lo hice yo...

Fue una mañana en que nos encargaron a Shaka, Camus y a mí ir a comprar provisiones a Rodorio. Nos dividimos las tareas para terminar más rápido y conseguí todo en pocos minutos. Al primero que encontré fue a Shaka, quien también había comprado lo que le tocaba.

E la calle principal había tanta gente que nos dificultaba el paso. Debido a nuestra estatura algunas personas nos llevaban por delante. Alguien me empujó y caí en la entrada de una mercería. El contenido de los sacos que llevaba se desparramó por el suelo. Las manos y las rodillas se me habían raspado.

—¿Te lastimaste mucho?

—No pasa nada. No me duele.

Shaka agarró un colgajo de tela de su túnica para limpiarme la cara. Entonces escuchamos unos pasos que salieron del local. Levantamos la vista y nos encontramos con la dueña.

—¿Qué pasó acá?

Me puse de pie a toda prisa y me disculpé de manera atolondrada:

—Perdón, me caí. Disculpe por obstruir la entrada.

Antes de que pudiera juntar las cosas Shaka ya había lo había hecho y las guardaba en los sacos. La mujer rio; luego me acarició la cabeza, sacó una tela del bolsillo y me limpió las manos.

—Lavate bien cuando llegues a tu casa —me dijo con una sonrisa.

Asentí y me quedé con la cabeza agachada. Entonces la mujer volvió a sacar algo del bolsillo: una cinta color esmeralda con la que me ató el pelo en una colita alta.

—Listo.

—P-pero... no puedo pagarlo.

—Está bien, es un regalo. —Ensanchó la sonrisa—. No todos los días tengo la oportunidad de ver a una nena tan linda.

La cara me empezó a arder. Intenté articular las palabras, pero no salió nada que se pudiera entender. Por suerte llegó un cliente, la mujer debió entrar a la tienda y me dejó con muchas ideas sin decir.

Shaka me entregó los sacos y me ofreció su mano, la cual agarré con fuerza. Volvimos a la muchedumbre. Tras varios empujones salimos de la calle principal y alcanzamos el punto de encuentro. Camus todavía no había llegado.

Me llevé la mano al pelo. Tomé entre los dedos la cinta y volví a sentir los cachetes arder.

—Pensó que era una nena —dije para mí mismo, pero había llamado la atención de Shaka.

—¿Nnh?

—Lo que dijo la mujer de la mercería.

—¿Qué tiene?

—¡No soy una nena!

—Ya sé, pero ¿por qué te molesta tanto? Hasta dijo que sos linda.

La cara me quemó de la vergüenza, me cubrí los ojos con las manos: era la primera vez que escuchaba a Shaka decir que algo de una persona le gustaba. Me había provocado una sensación rara en el estómago.

En eso llegó Camus a las apuradas.

—¡Perdón! Me costó mucho conseguir algunas cosas.

—¿Ya podemos volver? —preguntó Shaka.

—Sí, ya está todo.

Cada uno cargó las bolsas que le correspondían y emprendimos el viaje de regreso al Santuario. Camus y Shaka iban adelante en silencio. Por mi parte caminaba con la vista al suelo; me daba vergüenza hacer contacto visual con el futuro caballero de Virgo. «¿Él pensará lo mismo que aquella señora?», me pregunté.

Cuando llegamos a la cocina, ayudamos a guardar todo. A pesar de estar ocupado, no lograba distraer mi mente. Quería preguntarle a Shaka qué pensaba de mí en realidad, pero con sólo verlo se me estrujaba el estómago y mi corazón se aceleraba un poco.

Por estar tan metido en mi mente tropecé con mis propios pies, empeorando las heridas que aún no había tratado. Sin pedir permiso, Shaka me tiró del brazo y me arrastró hasta una canilla. Mientras él buscada con qué vendarme las rodillas, me lavé las heridas que ya habían dejado manchas rojas en mi ropa. Mi amigo regresó con un par de servilletas a falta de vendaje. Sus pestañas rubias, más oscuras que su pelo, se curvaban de una forma que me supo tierna.

Cuando Shaka terminó de vendarme Aioros llegó para avisarnos que el entrenamiento iba a dar comienzo. Antes de dar el primer paso y seguirlo, mi amigo me deshizo el moño que había hecho la mujer de la mercería. Enredó los dedos en mis mechones para peinarme; lo hizo lento, como si tuviera todo el tiempo del mundo, sin nadie que nos diera órdenes. Juntó todo mi pelo y lo ató con la cinta de nuevo. Cuando terminó lo miré confundido.

—Lo ajusté para que no se te deshaga —explicó.

Me acarició la espalda con la yema de los dedos —una especie de costumbre que había adoptado— y salió de la cocina. Me llevé la mano al pelo.

—Apurate. —Shaka me llamó a un par de metros por delante.

Desde ese día él fue el encargado de atarme el pelo antes de cada práctica.

Unos pasos hicieron eco por todo el templo. Giré la cabeza de lado a lado y guardé mis pertenencias de aseo personal. Miré mi reflejo una vez más, me di unas palmadas suaves en la cara y salí del cuarto.

—¡Maestro Mu! —Mi pupilo llegó corriendo.

—¿Kiki, a dónde fuiste tan temprano?

—Perdón. Vi que dormía tan profundo que no quise despertarlo para que me acompañara.

Hizo una reverencia. Cerré los ojos y suspiré resignado.

—¿Tuviste algún problema en el camino?

—No, todos dormían... o eso creo.

—De todas formas, no vuelvas a salir sin avisar. — Le revolví el pelo y sonreí —. ¿Ya desayunaste?

—Sí, desayuné con la señorita Athena. —Abrió los ojos exagerado y dio un aplauso—. ¡Cierto! La señorita Athena dijo que va a venir a hablar con usted.

Una cicatriz dulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora