Día 1: Manos de oro

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―Cambia el lugar a los señores Matsuda, ponlos junto a los Ishikawa. Oh, y dile a los camareros que no empiecen a servir hasta que yo no les dé la señal, todo tiene que estar coordinado al milímetro... ¿han llegado ya los centros de mesa?

―Sí, señora, los están colocando ahora mismo.

―Perfecto. Diles que en un rato iré a supervisar que todo esté en su sitio. ¿Ha vuelto ya el señor?

―No, señora, ha llamado para decir que se retrasaría. Le ha ordenado a Kō que le lleve esmoquin a la oficina. Se duchará allí y vendrá directamente. ―La criada se calló al ver a su jefa y señora de la casa fruncir el labio con disgusto.

No obstante, tan rápido como apareció aquel gesto tan impropio en la dulce y cariñosa dama que todos apreciaban y amaban, desapareció, siendo sustituido por una sonrisa que, aunque pretendía ser alegre, dicha emoción no se reflejaba en sus hermosos ojos perlas.

―Entiendo... ―La señora de la casa se quedó unos segundos en silencio, perdida en sus pensamientos. Luego, como si no hubiese recibido una decepcionante noticia, una nueva sonrisa, esta más genuina que la anterior, suavizó sus rasgos, haciéndola ver como la joven y hermosa mujer que era.

―¿Señora? ¿Necesita... ―empezó la doncella, queriendo saber si ya podía retirarse.

―Disculpe, señora. ―Otra de las chicas que trabajaba en la casa como doncella, irrumpió en el enorme salón―. Ha llegado su masajista. ―De pronto, ya no era solo una ligera alegría lo que teñía el rostro femenino de la ama de aquella casa, sino pura dicha. Sus mejillas se habían sonrojado y sus ojos se habían iluminado cual niña con zapatos nuevos.

Las dos criadas se miraron, levemente confusas por el cambio repentino operado en su empleadora.

―Gracias. Hum... por favor, díganle a Natsu que se ocupe de todo durante el siguiente par de horas. ―Se llevó una mano al cuello y se lo masajeó, como dando a entender que estaba agotada y necesitaba ese respiro...

...Y las cálidas y maravillosas manos de su masajista.

Un segundo sonrojo, más intenso que el anterior, cubrió sus mejillas y tuvo que obligarse a guardar la compostura mientras salía con la cabeza bien alta de la habitación, con la dignidad de una reina, rezando para que ninguno de los trabajadores de la casa se percatara de sus pensamientos.

Mientras subía las escaleras, comprobó que todo en su apariencia estuviera correcto: el cabello perfectamente peinado, las manos limpias, las uñas bien limadas y recortadas, el vestido bien colocado sobre su cuerpo, el maquillaje tan impoluto como cuando se arregló aquella mañana...

Era estúpido preocuparse por algo tan superficial cuando, en minutos o segundos, iba a tener que desnudarse y recogerse su largo cabello negro azulado para que las maravillosas manos de su masajista obraran su magia.

Un ramalazo de excitación la recorrió al siquiera pensarlo. Nunca había estado tan agradecida con Sakura, una de sus mejores amigas, como cuando, unos meses atrás, le había sugerido que contratase los servicios de un masajista profesional, en un intento porque se relajara y se diese tiempo para mimarse a sí misma en vez de estar siempre tan al pendiente de los deseos de un marido egoísta y egocéntrico que no la valoraba ni la respetaba, a pesar de que juraba amarla con todo su ser.

Lamentaba profundamente su decisión de casarse con él. Llevaban dos años de matrimonio, dos años de ser unos completos extraños el uno para el otro. Ingenuamente, había creído que el cariño y el aprecio que le tenía serían suficientes y, así, había cedido a las presiones de su padre, que estaba más que ansioso porque se desposase con uno de los Ōtsutsuki. Siempre había ansiado tener su propia familia, hijos, un hogar al que regresar al final del día donde todo fueran felicidad y risas.

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