Día 7: la mariposa y el ciervo

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El día había estado tranquilo. Habían entrado unos pocos estudiantes de instituto, con sus pulcros uniformes y sus mochilas llenas de sueños e ilusiones. Él siempre los observaba, sentado en su banqueta tras el mostrador, correspondiendo con ladinas sonrisas cada vez que alguna joven, inocente y virginal adolescente lo miraba y se sonrojaba al ver que él le devolvía la mirada, desviando la vista segundos después. Entonces se juntaba con sus amigas y el grupito cuchicheaba, en susurros y chillidos emocionados. Había alguna más atrevida que le batía las pestañas y se acercaba, meneando sensualmente sus caderas e inclinándose para hablarle, dejándole una buena vista de su escote.

Él reía entonces y se inclinaba a su vez, solo para decirles la misma frase que solía repetir a esas pobres ingenuas que se creían muy maduras

―Cariño, vuelve cuando seas legal, tal vez entonces me intereses. ―Y ellas se retiraban y se daban la vuelta, ofendidas y con toda la dignidad que sus pequeños y adolescentes cuerpecitos les dejaban.

Sí, Era divertido ahuyentar a esas pequeñas zorritas en potencia. Él no era alguien fácil de impresionar, ni tampoco alguien que se dejara llevar por ese deseo que la mayoría de los hombres sienten hacia la juventud y la virginidad. Esta última estaba sobrevalorada. Al fin y al cabo, era cosa de un segundo que esta se perdiera: un empujón, unos minutos de dolor y sanseacabó.

Solo una vez había experimentado ese momento, cuando él también tuvo su primera vez, junto a su novia de la adolescencia. Duraron poco después de eso y él siguió con su vida. Bueno, con su cuasi vida. Había tenido una mierda de existencia hasta que tuvo un golpe de suerte―el único hasta el momento―, pudiendo así montar su estudio de tatuajes.

Ahora llevaba una vida más o menos decente: trabajaba de lunes a sábado, mañana, tarde y parte de la noche. La vivienda no era problema, puesto que su padrino Jiraiya, que lo había criado lo mejor que había podido, aunque había sido él el impulsor de la mayoría de sus vicios, le había legado el pequeño apartamento en el que ambos habían vivido. Tener su propio espacio venía bien, especialmente si querías cierta intimidad para ciertas actividades.

Suspiró, diciéndose que estaba siendo demasiado introspectivo aquel día. La campanita de la puerta sonó y él elevó la cabeza, viendo entrar a dos chicas, que se pararon al lado de la pared dónde se exhibían las fotos de todos los tatuajes que él había hecho hasta ahora. Los diseños eran muy variados: algunos de su propia cosecha y otros los compraba a pequeños artistas que buscaban sacarse un dinero extra mientras no les llegaba su gran oportunidad.

Las jóvenes―estudiantes de instituto, para variar―, lo miraban de reojo, soltando risitas tontas de vez en cuando. Los ojos de ambas admirando los dibujos de tinta que le adornaban los brazos y el cuello. Él sonrió de medio lado, sabiendo que, si se desnudaba de cintura para arriba, las dejaría boquiabiertas, ya que tenía prácticamente toda su piel cubierta de tatuajes.

Ellas rieron y se acercaron, tímidas. Una se aproximó y preguntó, con una vocecita aguda, casi infantil.

―¿Cuánto cuesta hacerse un tatuaje?―Él alzó una ceja rubia y sonrió, apoyándose contra el mostrador.

―¿Cuántos años tienes, dulzura?―La chica se sonrojó.

―Te-tengo dieciséis... ―Él suspiró.

―¿Y traes la autorización de tus padres?―Ella parpadeó y enrojeció aún más.

―Bu-bueno... pensaba que eso no... n-no importaría... ―Él volvió a suspirar.

―Mira, nena, eres mona y todo eso―la chica se puso aún más roja, si es que eso era posible, y levantó unos ojos almendrados y esperanzados hacia él―, pero no pienso arriesgar mi pellejo por darte el capricho. ¿Quieres cabrear a tus padres? Emborráchate o drógate, me da igual, pero no vengas a joderme el negocio. ¿Quieres impresionar a un chico? Permíteme decirte que entonces lo único que quiere es meterse entre tus piernas. ―La chica lo estaba mirando ahora, con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

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