Día 31: mi ama

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Sentía la garganta en carne viva. El estómago se le encogía y la saliva se le escurría entre los dientes. Las encías le dolían porque los colmillos luchaban por aparecer. El dolor era insoportable, sentía un vacío en su cuerpo que la hacía desfallecer y enloquecer. Apretó los dientes y se encogió sobre sí misma en el rincón, con las piernas dobladas sobre el pecho y los brazos apretados alrededor de las rodillas con tanta fuerza que sentía como si los huesos fueran a partírsele.

Sabía que había una manera de que el dolor y el hambre cesaran. Había una forma de que pudiera regresar a la normalidad, de que sus ansias fuesen aplacadas.

Pero no lo haría. Ella era mejor que todo eso. Era buena persona. No era un monstruo. Ni una asesina de inocentes. Su padre seguramente la miraría con desprecio y le diría que era débil por tener semejantes pensamientos. Pero ella no era capaz de hacer daño a alguien solo por cubrir una necesidad o satisfacer sus deseos egoístas.

Su fino oído escuchó pasos apresurados al otro lado de la puerta. Se encogió todavía más para que ese alguien no la encontrase. Sabía que si lo hacía la obligaría a hacer algo que odiaba. Y ella no quería. No a él. Por nada del mundo.

Sintió a esa persona acercarse cada vez más a su escondite. Ella tensó todos los músculos de su cuerpo, preparándose para hacer un último esfuerzo para escapar. No lo haría. No cometería una salvajada, o lo que ella consideraba una salvajada. No era justo. Ni para ella ni para él.

La puerta finalmente se abrió y ella se puso tensa, con todos los sentidos en alerta. Sin embargo, un olor delicioso llegó a sus fosas nasales y estas se abrieron, recibiendo con deleite el dulce aroma a humano y a sangre fresca.

Sus colmillos empezaron a salir y ella hizo un esfuerzo monumental para detenerlos. La garganta le ardía. Todos sus instintos le gritaban que se lanzase sobre el incauto que había osado irrumpir su auto aislamiento.

―¿Ama...?―Cerró los ojos y enterró el rostro en sus piernas, negándose a moverse o a dar muestras de que lo había oído. No lo haría. No lo haría. No lo haría. No lo haría. No lo haría...

La persona que había entrado se movía ahora con cautela, seguramente buscándola. Él la conocía como nadie. Y sabía que, si no salía de allí, tarde o temprano la encontraría. Pero si se movía entonces estaría perdida, porque su cuerpo obedecería sus instintos en vez de a la razón, y eso podría conllevar un daño irreparable para su buscador.

Escuchó los pasos cada vez más cerca, oyó su respiración aproximándose, el olor de la sangre cada vez más intenso, el latido de su corazón que indicaba que la vida palpitaba con fuerza en un cuerpo joven y sano...

―¡Ama!―Se clavó las uñas en las palmas de las manos―. ¡Dios mío, ama! ¡¿Por qué se ha escondido aquí?! ¡Mire cómo está! ¡Necesita alimento!―Escuchó el sonido sordo de ropas que se quitaban y caían al suelo. Ella negó con la cabeza. El aroma a sangre era la mar de tentador, pero ella no podía seguir haciéndole eso. No podía. No lo haría.

―N-no. ―Su negativa salió en un susurro ronco apenas audible que hizo a su garganta resentirse.

―¡No diga tonterías! ¡Muerda!―Sintió que él quería cogerle la cabeza para obligarla a levantarla y así alimentarse, pero ella retrocedió hasta la pared.

―N-no―repitió. Apretó los ojos y sacó fuerzas de dónde no las tenía―. ¡No!―exclamó.

El chico se quedó estupefacto ante su reiterada y firme negativa a tomar de su sangre. Gruñó, con molestia. Era una cabezona. Pero para terco, terco, él.

Agarró una de sus manos y dio un tirón. Sabía que si ella decidía revolverse y luchar contra él para liberarse no tendría oportunidad ninguna. Él no era más que un simple humano normal y corriente, mientras que ella era la más bella de todas las criaturas inmortales.

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