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— ¡¿Dónde demonios estabas?! — la voz de papá me asaltó apenas crucé la puerta. — Son las diez de la noche, Julián. 

— Ni que fuera tan tarde. — me quejé. 

— Ese no es el problema. — ahora era mi hermano quien me regañaba. — Dijiste que había pasado algo malo y encima no contestas el teléfono. Obvio que pensamos lo peor, pedazo de idiota. 

— Ya, lo siento. Necesitaba estar solo un rato. 

— ¿Dónde estabas? — insistió papá — ¿Qué fue lo que pasó? 

Genial. El momento que mi padre elegía para preocuparse por mí era uno en el cual yo solo quería subir a mi cuarto y dormir. 

Charlé por horas con Agustín y le agradecí cuando me hizo el favor de llevarme a mi casa luego. Estaba exhausto. Había sido un día muy largo cargado de emociones muy mezcladas.

Necesitaba acostarme y procesar todo. 

— Mañana les cuento. Lo prometo. — respondí. Se me notaba la tristeza, no la pude ocultar. 

Subí a mi cuarto y los dejé allí abajo con mil dudas seguramente. Pero ya habría tiempo mañana. No iba a guardarme las cosas otra vez. Esa ya no era una opción en mi vida, con mi familia. 

Ni siquiera me quité el abrigo o los zapatos. Así como estaba caí rendido en la cama. 

Obvio pensé en Bruno. ¿Cómo estaría en este momento? Seguro le había dolido todo lo que le grité, pobre. Había estado tan molesto. Ahora solo me quedaba la tristeza. 

Cerré los ojos y repasé todo en mi mente. Desde la primer noche. Esa cuando lo vi pasar corriendo frente a mi casa con esa actitud que tanto me llamó la atención. Ahora entendía por qué. Ahora entendía a qué se refería cuando decía que corría para escapar de sí mismo. 

El deporte fue lo que lo ayudó a mantenerse enfocado semanas antes de conocerme. Cada vez que tenía ganas de salir a beber, salía a correr y lo dejaba todo en el camino. Según Agustín algunas veces funcionaba y otras no tanto.  

El trabajo era otra distracción. El señor Ricci conocía sus problemas y no dudó en darle el trabajo a un chico que cayó en su puerta un día suplicando por ayuda. Estar fuera de casa le hacía bien. Recorrer el pueblo, hablar y salir con personas, escuchar música hasta hartarse de las mismas canciones, cabalgar en el campo del señor Santini. Cualquier cosa, lo que fuese para olvidarse de sus demonios internos que siempre estuvieron ahí acechando. 

Pero como Agustín me dijo, ignorarlos y olvidarlos nunca fue la solución correcta para él.

No hasta que me conoció y se planteó realmente iniciar un tratamiento. Uno que sus padres habían intentado que hiciera una y otra vez desde que Bruno tenía mi edad, pero que lamentablemente nunca pudieron hacerle entender que era necesario. 
Esos pobres padres que intentaron de todo para proteger a un chico al cual no podían obligar a protegerse a sí mismo. 
No querían tampoco que le rompiera el corazón a otra persona más y por eso Bruno nunca quiso llevarme con ellos desde un comienzo. Porque, lejos de lo que alguna vez creí, no querían involucrarse con otro chico que luego sabían su hijo intentaría alejar. Se preocuparon por mí incluso antes de conocerme. 

Bruno tenía una familia y gente a la que le importaba. No podía darse por vencido. Era un chico que amaba la vida e incluso con todos sus problemas que casi le llegaron a matar, sabía ver lo bueno y lo bello en todo, a diferencia de mí. 

Lo admiraba aún más después de conocerlo todo. 

Tenía que hacer ese tratamiento. No había opción. Si por fin lo había decidido, eso era bueno. 

Bajo luz de lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora