VIII: Fuego a media noche.

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Sólo debía cerrar los ojos, respirar hondo y hundir el rostro contra las almohadas para ahogar sus bajos quejidos. Sólo debía pensar en algo muy lejos de ahí y enfocarse en su aroma, su calor y el sonido de su voz.
Su cuerpo se balanceaba contra las mantas de la cama cada vez que Claude se clavaba en sus entrañas hasta el fondo, quitándole completamente el aliento y haciendo a su pecho apretarse. Sentía como sus grandes manos frías le poseían la cadera con tal fuerza que evidentemente sus dígitos quedarían tatuados en su pálida piel por varios días, cómo se deslizaba profundo, rápido y violento.
Y no, no quería, sin embargo, la forma brusca en que le había demandado sexo y lo había arrastrado a la cama lo había vuelto un temeroso muñeco, su voz no había salido para replicar, y se había transformado en un temporal objeto decorativo dejándose usar.

Le oye gemir contra su cuello, su aliento caliente y su lengua húmeda deslizándose por su cuello le hacen temblar en una sensación desagradable. Cierra los ojos con fuerza, sus largas pestañas húmedas, su rostro enrojecido bañado en lágrimas. Inhala y exhala ruidosamente contra las mantas retorciéndose y buscando consuelo contra la tela húmeda, causa de su llanto. Por un momento, como si de una fugaz imagen se tratara, en su cabeza grita con fuerza pidiendo ayuda a su madre.

¿Hacia cuánto tiempo no pensaba en sus padres?

       

☘︎

Aunque no recuerda precisamente bien la figura del rostro de sus padres, hay cosas tan incrustadas en su alma que incluso en plena oscuridad son claras.
Ciel era un niño feliz aún si no lo recuerda exactamente así, sus padres le amaban más que a nada en el mundo y le consentían en cada cosa que cabía. No se había visto nunca una familia tan unida y que se amase tanto, no se había visto nunca una familia que fuese tan genuinamente feliz como lo eran ellos. Ciel gozaba de una madre amorosa, gentil y comprensiva, de un padre divertido, enérgico y simpático, cosa que pocos tenían el privilegio de presumir.
Ciel era un niño completamente enamorado del mundo, hambriento de conocimiento y poseedor de la valentía suficiente para saciar su curiosidad cada que tenía sed de ella.
Ciel gustaba de reír hasta quedar sin aliento, de las caricias de las personas en su cabello y de que le dijesen lo lindo y mimado que era, gustaba de conocer nuevas personas que siempre estaban contándole historias, de libros con olor a viejo que contaban las batallas de héroes que admiraba por la potente voz y poder que tenían, historias que solía leerle su madre en la cama hasta que se dormía de madrugada por estar tan inmerso en los cuentos.
Ciel era un niño sinceramente feliz y transparente. Lloró cuando accidentalmente rompió una de las rosas favoritas del jardín de su madre, lloró cuando encontró una pequeña ave herida escondida entre los arbustos de la casa y lloró cuando sin querer su padre había roto el hala de una bella mariposa que había metido a la casa abriendo la ventana. Ciel era gentil, inocente y puro. Después de todo, solo era un niño.

Aquella era la primera noche de la primavera. Aún había algo de nieve acumulada en las flores de la casa, había algo de viento y estaba oyendo una de sus historias de príncipes guerreros que más disfrutaba. A veces soltaba algún que otro estornudo, pues el polen en esa época solía causarle mucha alergia y molestia en la nariz.

-No me gusta la primavera.- Dijo a su madre, rascando su nariz, mirando los dibujos en el libro que estaba leyendo ella. Pues, aunque ya podía leerlos sólo, a veces gustaba que su madre le mimara así. -Me gusta más el invierno, además, es lindo celebrar mi cumpleaños con toda la nieve ahí fuera.- Su madre le miró con los ojos iluminados de ternura y se avalanzó a besarle el rostro y hacerle cosquillas. -¡No! Ma-mamá ¡mamá!- Ciel reía casi ahogado a culpa de los gritos. Sentía cosquillas por todos lados y apenas podía soportarlo, las lágrimas corrían y se le escapaban los jadeos.
Cuando su madre paró, ambos se miraron a los ojos antes de echarse a reír. Ciel recargó la cabeza en el hombro de su madre y ella le besó la frente con dulzura. Aún a sus siete años amaba esa clase de cariños.

Reflejo<Sebasciel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora