POR UN DIENTE DE DRAGÓN

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La égida estaba total y completamente renovada, Atenea haciendo uso de su nueva adquisición había descendido a la tierra de los mortales, al fin y al cabo de seguro su padre no extrañaría al grifo faltante, eran animales bastante prolíficos, con suerte ni siquiera notaría su ausencia, y como seres míticos su cuerpo desaparecía una vez que ya no tenían vida, por lo tanto si su tasa de reproducción era suficientemente veloz, no habría indicios de su presencia en el Ara, excepto claro, por la falta de la hoja de oricahlcum.

Para hallar un dragón debía primero hallar algo con mucho oro y piedras preciosas, los dragones no custodiaban, al contrario de lo que se creía, objetos mágicos o encantados, en cambio tenían una fuerte atracción por las cosas brillantes o llamativas, las chucherías mortales de alto valor y muy codiciadas por los humanos eran su imán natural. Atenea siempre se había preguntado cuál era el motivo por el que protegían celosamente tesoros que tenían mucho valor para los mortales, pero que para ellos carecían de importancia, arribando a la conclusión de que no podía ser una simple atracción por los objetos brillantes sino que quizá eran seres sedientos de sangre que usaban los tesoros como cebo. 

Lamentablemente como los dragones también eran seres míticos la obtención del diente no sería tan sencilla como buscar el cráneo de un dragón en la proximidad de un antiguo tesoro y arrancarle un diente. Pocas eran las leyendas épicas de dientes de dragones, aun así su utilidad era verdaderamente variadísima, entre los usos más importantes estaba el de enterrarlos y esperar a que de la tierra emergieran bravos guerreros, siempre le había parecido una idea muy extraña, en la antigüedad Ares solía hablar sin parar de que algún día crearía su propia ciudad, basándose en esta idea. Por su parte Atenea, antes de ser la diosa estratégica y medida, había decidido que concordaba con el dios de la guerra y que estaba dispuesta a ayudarlo en su empresa, juntos habían ido en busca de un dragón, sin embargo no habían logrado obtener ni un solo diente, solo algunas heridas de guerra. Entonces eran jóvenes e inexpertos, rememorar la frustración en el inocente rostro del dios de la guerra le sacó una sonrisa, la diosa esperaba ahora que sus movimientos fueran más precisos que en aquel tiempo, de lo contrario no le serían suficiente, claramente ahora, y debido a los fracasos del pasado, confiaba más en la estrategía y la propia experiencia de batalla que en el impulso. Quizá cuando liberara a Ares y si este aún persistía en su anhelo, le cedería el diente de dragón en aras de que montara su deseada ciudad guerrera, aunque dudaba que el testarudo lo aceptara, conociéndolo bien de seguro querría obtenerlo con su propia fuerza, por su parte Atenea lo consideraba ahora demasiado irreal para su gusto.

La diosa de la sabiduría se dirigió a la periferia de la ciudad de Apolo, Delfos, allí se rumoraba había un gran tesoro custodiado por el último vástago de la magnífica dragona Delfine, quien había expirado por la mano de Apolo, «aparentemente no hay bestia que se le resista, tiene un talento increíble», pensó Atenea recordando su experiencia con los grifos.

Poco antes de llegar a la ubicación precisa del tesoro desmontó de su grifo, a pesar de la resistencia de la bestia emplumada probablemente terminaría siendo un estorbo en el inminente enfrentamiento, en esta ocasión tampoco invocaría a Esteno y Euríale, no solo porque sus fuerzas fueran inferiores en la tierra sino porque era un solo oponente y debido al desproporcionado vigor de los dragones necesitaría toda la resistencia de la égida concentrada en la propia coraza. 

Aún sabiendo que era una tarea ardua se aventuró sin siquiera dudarlo, todavía en la lejanía distinguió una oscura y profunda caverna y tuvo la certeza de que allí lo encontraría. Aunque la diosa avanzaba con cautela, de la entrada de la cueva comenzó a asomarse la enorme monstruosidad, dejando entrever sus duras e impenetrables escamas, estas parecían placas de magma, sin embargo eran más sólidas que todo metal conocido. Sus ojos eran hipnóticos y la diosa no pudo evitar perderse en ellos, verlos sumiría a cualquier mortal en un profundo temor y sensación de muerte inminente, en Atenea en cambio, por su condición divina, provocaba una extraña sensación de incomodidad. De la cabeza de la criatura salían unas prominencias afiladas y resistentes simulando una corona, estas elevaciones como cuernos se extendían por todo su lomo y cola pero de menor longitud y sus dientes, sus preciados dientes, además de valer mucho fuera de la boca del dragón, dentro de esta eran sumamente peligrosos, bastaría una incisión para rasgar su carne. Sin embargo su máxima fortaleza radicaba en su aliento de fuego, unas llamas casi inextinguibles que consumían casi todo lo que tocaran, Atenea agradecía que ese no fuera el caso de su armadura, muchos desgraciados se habían visto atrapados dentro de su metálica armadura que se fundía luego ser tocada por el aliento de un dragón.

UNA ETERNIDAD SIN GUERRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora