INCONDICIONAL

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Los ojos de la diosa se habían cerrado mientras su mundo se caía a pedazos, probablemente hubiera podido resistir un poco más, sin embargo sólo había adelantado su fin,  de cualquier modo no había logrado su objetivo y ya no podría hacerlo jamás. ¿Qué otra cosa merecía? A su parecer, nada. Al menos compartirían la misma desventura. Quizá la resignación había actuado como un potente desensibilizador, puesto que el golpe que le pondría fin a todo jamás había llegado a su percepción.

—Si tu entereza se rompe y te derrumbas en el suelo, con solo decir mi nombre seré la voz de tus labios resecos y los pasos de tus piernas, el fuego de tu alma y la fuerza de tu embate —la diosa sabía que no se trataba de su imaginación, debía ser su voz. Y aun entre todo el bullicio de su alrededor, oyó sus palabras con una claridad irreal, sus ojos incrédulos se abrieron para ver al dios de la guerra con la vitalidad renovada y cubriéndola con su escudo.

Atenea sintió correr por su rostro un irrefrenable mar de lágrimas, pero esta vez le sabían a dicha. 

Torpemente se levantó, con Ares a su derecha cada sombra había desaparecido transformándose en resplandor.  Siempre le había tenido una confianza ciega y le alegraba notar que eso no había cambiado y tal vez nunca lo hiciera. Le sorprendía ver que el dios de la guerra hubiera mantenido toda esa determinación y energía aun cuando llevaba mucho más tiempo que ella allí, cuando la situación no los apremiara podría interrogarlo todo lo que quisiera acerca de su estadía en el Tártaro. Atenea dirigió una mirada hacia Ares, el dios estaba sumamente concentrado en cubrir su avance, un sentimiento de júbilo le llenó el alma, constató que su égida seguía en el suelo, solo necesitaba un pequeño esfuerzo más, inclinándose con dificultad la tomó y la levantó hasta donde su fatigado brazo le permitió. El dios la ayudó a incorporarse en una postura más estable y ver en su rostro esa mirada esperanzada le infundió valor. ¿Qué era el dolor en ese momento? Aquellas profundas heridas que surcaban su piel y aquel aire infernal ya no le resultaban tan sofocante, sin soltar su mano reanudó su lenta marcha, el contacto de sus manos entrelazadas le transmitió una corriente de electricidad, y para su propio asombro se sintió en casa en medio de ese abismo infernal, el mundo podía venirse abajo, prenderse en llamas, y sin embargo no tendría miedo, no mientras se encontrara con sus ojos, esos que eran un lienzo gris que le contaban su pasado y le prometían un mundo, un paraíso en el que siempre era bien recibida y en donde verdaderamente hallaba placidez. 

La presencia de las puertas alzándose frente a ellos había roto el hechizo en el que se había visto atrapada. Sin embargo no podía quejarse cuando lo único que deseaba más que verlo, era salir del Tártaro. Le había parecido un trayecto increíblemente breve en comparación a su entrada, solo un paso más, quizá fuera su imaginación, pero por la pequeña rendija que quedaba creyó ver una luz tan o más potente que la misma presencia de las Moiras, le dirigió una mirada Ares, este asintió y ambos empujaron con fuerza, las cadenas no les ofrecieron demasiada resistencia, tal vez después de todo su suerte si había sido signada por la estrella. 

El ruido sordo de esos pesados muros deslizándose por el áspero suelo llenó sus oídos, no necesitaban abrirlo mucho más, aún sin soltarse las manos pasaron a través de la entrada, con una velocidad vertiginosa la diosa se vio como escupida del Tártaro para terminar aterrizando en el suelo, en la proximidad de la caja de la eternidad que yacía abierta y en el lugar donde la había dejado, Ares estaba en la misma situación. Sin demora se puso de pie y se dirigió a la entrada, los alaridos eran cada vez más potentes y parecía que el lugar iba a colapsar, con nerviosismo se le ocurrió pensar que tal vez sí importaba la forma de colocar las cadenas, quizá por eso su salida había resultado tan fácil, solo esperaba que no hubieran salido otro seres. Sin darle más vueltas comenzó empujar esos portones, Ares la imitó y la tarea se hizo mucho menos pesada, sin embargo cuando todo parecía a punto de terminar Atenea oyó un fuerte golpe tras de sí, alarmada se vio en la tentativa de volverse, pero era consciente de que la prioridad era cerrar el Tártaro. Empujó con desesperación hasta que abruptamente los sonidos provenientes del interior de aquella prisión cesaron y las puertas se convirtieron nuevamente en una muralla lisa e impenetrable. Prontamente  volteó hacia la caja, sabía que de ahí había venido aquel chasquido, tal como esperaba estaba cerrada, al acercarse notó que sonaba como llena de abejas furiosas. Intercambió una mirada preocupada con el dios de la guerra. Hera le había dicho que no debía abrir la caja una vez que esta se cerrara, sin embargo no tenía idea de que hacer con ella, quizá debería llevarla al Olimpo, parecía lo más sensato. Como por instinto se inclinó y tomó la caja inmersa en el delicado objeto, al hacerlo los zumbidos fueron mermando lentamente, hasta que el frío habitáculo se sumió en el completo silencio, no era un gran progreso, pero despreocuparse de la caja de almas y de su contenido le permitía un respiro, por breve que fuera. 

UNA ETERNIDAD SIN GUERRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora