CULPA

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Afrodita se bañaba en un lago con externa serenidad, su cabello caía como hebras de oro a los costados de su cuerpo contribuyendo al clima de quietud, sin embargo sus ojos del color del agua clara denotaban pesar y perdidos en el horizonte, vagaban como buscando algo, en su rostro que siempre había brillado una sonrisa cautivadora ahora solo había un rictus amargo. A unos metros yacía un hombre durmiendo, la diosa lo observó y a pesar de que era consciente de que cada parte de su cuerpo era carente de defectos, no se sentía como esperaba, de hecho el tiempo había hecho que su amargura fuera empeorando cada vez más hasta llegar a ser insoportable, «¿Qué debo hacer?», pensó con angustia. La diosa salió del lago y se acercó a observarlo hasta situarse a centímetros de su rostro, el hombre comenzó a abrir los ojos lentamente y esbozó una sonrisa al encontrarse con el rostro de Afrodita tan cerca del suyo, esta en cambio no puedo evitar un gesto de desdén, es que Adonis era perfecto, pero no era lo que ella necesitaba, incluso le molestaba que la mirara como un sobreviviente mira un nuevo amanecer.

—Basta Adonis, deja de mirarme con cara de tonto —la reprendió enojada, había empezado a pensar que el joven era tan inocente como un niño, ni siquiera Eros, su hijo, era tan infantil. De solo pensar que Adonis pudiera estar enamorado de ella sentía náuseas, en otro tiempo quizá le hubiera agradado que los mortales desfallecieran por ella, pero no ahora, ahora que había probado ella misma lo que era desfallecer por alguien no se lo deseaba a nadie.

—No todos los días uno se despierta al lado de la mismísima Afrodita —musitó el joven mortal —. Ahora bien, ¿tú eres tan agresiva con todos tus pretendientes? —Afrodita hizo una mueca y suspiró.

—Solo con los que no me gustan —contestó impasible —. Escucha con atención, no me apetece perder la mañana con un humano ¿tú no tienes nada que hacer con tu mísera vida? —comentó blanqueando los ojos.

—En tu defensa, hasta odiosa y ofensiva te ves hermosa... ¿También tratas así a Hefesto? —Afrodita dio la vuelta asombrada, le sorprendía que los mortales fueran tan osados, sin embargo no estaba enojada, prefería eso antes que sus tontas adulaciones.

—Ten cuidado Adonis, que a pesar de verme frágil y delicada puedo matarte y ni siquiera lo notarías —respondió la diosa divertida y los ojos del muchacho relampaguearon.

—Pero no lo harás, ¿dónde más conseguirás a alguien tan hermoso? —comentó en un tono bromista, la diosa rio un poco. «Que descaro, este hombre ha aprendido a hablar con la misma desfachatez que yo», pensó Afrodita, y quizá en otro momento se hubiera quedado un poco más, pero ahora no tenía ni el humor ni el apetito de hacerlo.

—Adonis, ¿si sabes que cuando tu piel se arrugue y tu belleza se vaya yo solo seré un recuerdo? —dijo en un tono frío, ya se lo había explicado con anterioridad, pero quería asegurarse de que supiera el estado de las cosas, no recibió respuesta del muchacho, pero quizá eso era lo mejor, por lo menos no sentiría que había defraudado a alguien más, al fin y al cabo todos los que tenían expectativas en ella habían salido heridos.

Sin más demora comenzó a ponerse sus ropas blancas, obviando cualquier despedida introdujo sus pies en el lago, lo mejor de ser una de las diosas más antiguas, eran los trucos que había aprendido, o en cualquier caso eran una ventaja. Como Afrodita había nacido hace milenios de la espuma del agua, por ella también podía acceder al Olimpo, cosa que había descubierto hacia algunos años y había aprovechado para agilizar sus idas y venidas. Sin demora apareció en la Polis de los dioses, ciudad de castillos de cristal, perdida entre las nubes, rozando el cielo mismo. Afrodita siempre había tenido una debilidad por las cosas que eran hermosas, el Olimpo por ejemplo, sin embargo rara vez persistía por mucho tiempo en él, eran sus habitantes, odiaba a todos y cada uno de ellos, todos sintiéndose superiores... ella que era una diosa anterior a muchos otros, de la era de los Titanes, no recibía la alabanza que creía merecer, en cambio muchos depositaban sus halagos sobre Atenea «esa tonta diosa mojigata», esos pensamientos atosigaban la paz de Afrodita. Su atracción por lo hermoso había empezado cuando había conocido a un dios antiguo y elemental, Éter, era un ser que no se podía poseer verdaderamente, bajado del cielo mismo, había sido una experiencia irreal, como una ensoñación, de la unión entre estos dioses tan diferentes había nacido Eros, Afrodita no había vuelto a ver a Éter, quizá nunca más descendió de su morada en lo más alto de la bóveda celeste y de no ser por Eros habría pensado que se trataba de una ilusión. Otro ejemplo de su amor por lo bello, era su devoción a cierto dios de cabellos rojizos, temperamento inestable y notable musculatura, en definitiva estaba obsesionada por el dios de la guerra, Ares, no lo admitiría con nadie, pero se moría por él, y aunque jamás se lo había dicho explícitamente tenía la certeza de que era evidente, puesto que siempre veía la necesidad de aclarar sus sentimientos hacia ella, múltiples noches había acudido a Afrodita, pero era en cada despertar le mostraba que su corazón estaba en otra parte, siempre hablando de Atenea. Con Afrodita todo el eros, pues el ágape se lo había llevado la otra diosa. Afrodita nuevamente estaba extenuada, sabía que no valía la pena gastarse pensando en Atenea, después de todo no podría cambiar nada y muy en lo profundo de su alma entendía que solo la aborrecía por una cosa, para nada le importaba que tuviera un lugar más alto entre los olímpicos, eso solo lo decía para intentar autoengañarse, lo que le molestaba eran los sentimientos que tenía Ares por ella, aun cuando ella jamás lo correspondería, después de todo era una diosa dedicada nada más que a sus labores y decidida y eternamente virgen. 

UNA ETERNIDAD SIN GUERRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora