La Visita

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Abrí la puerta de madera. A mi alrededor no había nada, nada. Como levitar en un espacio vacío sin fin. Como un agujero negro, pero blanco. Un abismo infinito lleno de luz, ¿o de oscuridad? ¿Qué es la luz sin la oscuridad y viceversa? ¿Qué es la vida, sin la muerte? Meros conceptos humanos que tratan de explicar la realidad que el promedio de ellos logra percibir. Ideas abstractas, llenas de influencias morales y humanas (al contrario de la matemática), que están sujetas a cambios en cada momento posible, con cada persona que pisa la Tierra. Sólo que yo no piso la Tierra. De hecho, no piso nada, o lo piso todo. No logro ver más allá de la suela de mis sucios zapatos sin bolear, y sin embargo percibo que estoy estático, que no caigo. Las leyes de la física no existen en la muerte, y mi humanidad tampoco. No soy humano. No estoy vivo.

Muy a contraste del resto del espacio sin fin, detrás de esa extraña puerta se encontraba un sitio bastante hogareño como para no existir. Era un apartamento corriente, común, que de una u otra manera lograba inculcarme una sensación de emoción, melancolía y mucha nostalgia. Justo como cuando uno recuerda las memorias pasadas de la dulce e inocente niñez y sus años formativos. Aquellos recuerdos llenos de dulces y risas, apenas contrarrestados por los lloriqueos de cuando sufrías un accidente menor y tu madre lo remediaba con un cariñoso beso. Todo eso se percibía aún sin pisar ese suelo de madera con alfombra gris. Todo con el simple acto de girar el picaporte y empujar levemente para dejar al descubierto el apartamento de alguien con gustos comunes, pero nostálgicos.

Las suelas de mis zapatos resonaron al entrar, chocando con la madera y sonando ese característico sonido de los pasos. Las cuatro paredes estaban tapizadas por fotografías antiguas de una mujer rubia de ojos azules, y se extendían por toda la habitación. Memorias viejas, recuerdos de hace décadas, y también evidencia de situaciones y momentos que nunca sucedieron, pero que ahí estaban, implantadas en mi subconsciente, tan claras como lo es la mentira, porque queriendo o no, sin importar si es autosugestión; eso eran, mentiras. En el centro de la habitación se levantaba imponente un sillón largo color azul o verde, un tono entre esos dos colores. Sobre el respaldo acolchado se asomaba traviesa una cabellera rubia, amarilla como lo es el sol o el más brillante del oro. Delante de ella, una pantalla estaba atornillada a la pared llena de papeles, y ese cabello rubio la miraba.

Avancé otro poco, atónito, pisando ahora la alfombra gris que adornaba la habitación. El ente rubio se percató de mi —no— existencia y se giró rápidamente, presumiendo sin penas una sonrisa con dientes blancos y labios medianos, adornada por un par de ojos azules picarescos que se achicaban por los músculos faciales de la sonrisa genuina. Sus mejillas estaban pintadas con un corazón rosa a cada lado, haciendo juego con sus divertidos hoyuelos que terminaban por embellecer su rostro. Era Star.

Me miró como si mirase a un bicho raro, un espécimen recién descubierto, un ente nuevo, pero de aspecto gracioso. Se burló con una risa de satisfacción. Avancé desconcertado, sin saber cómo actuar en ese momento. A su lado descansaba un tazón de cerámica blanco que apenas daba la talla para sostener una enorme montaña de nachos bañados en queso líquido. Era pura suerte que el sillón y la habitación en general no estuviesen embarradas de comida por todos lados.

—Tardaste mucho.

Su voz era melodiosa, bella. Como una canción de The Beatles, pero mejor. Su voz me dio escalofríos, y por un momento sentí mis piernas temblando. Me detuve en seco, aún mirando sus azules ojos de perlas, con las pupilas tan dilatadas que podías perderte en el abismo oscuro que ocultaban sus cuencas oculares.

—Estaba ocupado.

Rió nuevamente con dulzura. Desvió la mirada y removió el tazón de nachos con cuidado de no tirarlos. Después me hizo una seña golpeando el espacio junto a ella en el sillón. Me acerqué, y cuando tomé asiento todos mis miedos desaparecieron. Más que por haber perdido el miedo natural a la muerte, por ella. Mis piernas dejaron de temblar y me sentí seguro en ese sitio. En aquél departamento lleno de fotografías y memorias falsas. No importaba. Estaba bien, todo estaba bien. Y todo lo estaría por siempre.

La Vuelta al Mundo en una Vida Donde viven las historias. Descúbrelo ahora