Capítulo 1

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A Magnus le encantaba ser príncipe pero odiaba la idea de llegar a ser rey un día. Desde su asiento a la derecha del trono en el Salón de los Monarcas había visto cómo una persona de carne y hueso como su padre, el rey Píramo, se convertía en un ser omnipotente, despiadado y astuto. No era que su padre fuese un mal padre, nada de eso. Simplemente, había sido un padre ausente a causa de los asuntos del reino, los cuales ocupaban todo su tiempo. Aunque podía llegar a ser cariñoso a veces, las voces susurrantes de la corte decían que no había vuelto a aparecer la sonrisa del rey desde que murió su esposa, la reina Tisbe, la madre de Magnus —es decir, desde que Magnus había nacido.

El parto de Magnus había sido complicado y el médico había predicho que sólo uno de ellos —o su madre o él— sobreviviría. Sus padres tuvieron que tomar una decisión teniendo en cuenta un factor más: si sobrevivía la madre, no podrían concebir a más herederos. Magnus había oído rumores de que su padre no se había separado del cuerpo de su madre tras el parto y no había querido tener en brazos a la sangre de su sangre hasta después del entierro de su esposa.

Su padre había elegido a su reino por encima de su amor. Había perdido a la mujer que amaba para que un día, su hijo heredase el trono.

Había cumplido con su deber.

Magnus, con escasos diecinueve años, no se conocía muy bien a sí mismo y no sabía muchas cosas, pero de lo que estaba muy seguro, era de que el sacrificio de su madre no había valido la pena y de que desearía no haber nacido. Porque era una decepción.

Era consciente de que esta idea era bastante deprimente, pero no había podido deshacerse de ese pensamiento porque así se sentía la mayoría de los días. Observaba a su padre reinar, dar ordenes y tomar duras decisiones y no podía imaginarse haciendo lo mismo. En el futuro le conocerían como el peor rey que había reinado Eroda. Además, veía cómo el tiempo pasaba y se acercaba el momento en que subiría al trono en las canas, en las arrugas y en el andar taciturno de su padre. Él, que había sido un hombre fuerte, un guerrero sin igual en las batallas, estaba envejeciendo más rápido de lo que se esperaba todo el mundo, incluido Magnus. Enfermaba todos los inviernos hasta tal punto que no podía moverse de la cama durante un mes. La responsabilidad de reinar la adquiría temporalmente el Consejo Real, la institución de poder más alta de todo el reino. Estaba formado por los nobles más poderosos y más ricos. Magnus había empezado a asistir esporádicamente a las reuniones a los diecisiete años y la experiencia le había enseñado que no podía fiarse de aquellas personas; actuaban y hablaban según sus propios intereses. Su padre siempre acababa poniéndolos en su sitio, pero no creía que él pudiese hacer lo mismo llegado el momento.

En definitiva, cuando Magnus fuera rey, se lo iban a comer vivo. Se sentía como un cervatillo a punto de ser devorado por una bestia de amplias y salivosas fauces.

Una mañana que no se podría distinguir si era primaveral o estival, su padre le había hecho llamar al Salón de los Monarcas. Estaban ellos dos solos y, para sorpresa de Magnus, su padre le entregó un regalo. Cuando lo abrió, se encontró un libro de cuentos de hadas usado. Las páginas estaban un poco amarillentas pero las ilustraciones del interior seguían en perfecto estado. Magnus agradeció el regalo y bromeó diciéndole que no era ningún infante, sino un hombre de casi veinte años. Su padre estuvo a punto de sonreír pero en el último momento se recompuso.

—Era de tu madre —dijo simplemente, apoyando la mejilla sobre su mano y apartando la mirada hacia el espacio vacío a su izquierda, donde solía estar el trono de su esposa.

rex aureus « malecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora