Capítulo 10

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Con muchos esfuerzos se había conseguido la apertura del club nocturno. El departamento de salubridad había indicado que en establecimientos de bebidas y comida como ese, se debía tener todo el cuidado posible con respecto a la higiene en general, ya que, una insignificante cucaracha podía llegar a tener el valor de ciento cincuenta dólares o más dependiendo de su tamaño como multa por cada una que se divisara en el lugar.

Por supuesto, con el golpazo dado con antelación, los clientes se espantaron; pero quien mayormente lo hiciera, hubo sido el socio de Terry que esa noche fungía como bartender de esa barra agredida.

Dejando lo que el socio hacía en manos de otro empleado, con rapidez, se acercó al agresor para preguntarle discretamente:

— ¿La mataste?

— ¡¿A quién?! — preguntó de manera extraña el todavía molesto Terry quien divisaba al temeroso amigo que decía:

— Era cucaracha, ¿no? Lo que golpeaste. A ver, enséñamela.

Por breves instantes, la cara del socio capitalista reflejaba no haber entendido lo que se le dijera. Sin embargo, —y debido a que el bartender tomaba el puño que todavía descansara en la barra para verificar cómo o dónde había quedado el aplastado insecto merodeador—, al captarlo, su enojo, en cuestión de segundos, pasó a la histeria.

Las carcajadas de Terry inundaron toda esa área; y el modo tan incontrolable de hacerlo, comenzó a relajar a los clientes que empezaron a reírse también.

Quien no lo hacía era el socio minoritario, que repetimos, se había verdaderamente asustado; y es que, durante las primeras dos semanas de inauguración, un grupo de inspectores del gobierno municipal, había estado y seguía supervisando el establecimiento a días de su funcionamiento.

Por ende, viendo que sus risas no hacían gracia a su pálido socio, Terry tuvo que serenarse, diciendo en el proceso:

— No. No... fue nada de eso.

— ¿Entonces? — exigió el que posaba en jarras y fruncía el ceño.

— Pero ahora que lo mencionas... sí, me dieron ganas de matar a alguien —, la mirada molesta en Terry hubo vuelto a él, por lo mismo:

— No, pues si no lo aclaras, ni en cuenta, ¿eh?

— Lo siento, Ferdinand —, Terry extendió su brazo para dejar su mano en el hombro vecino. — No fue mi intención alarmarte.

— Sin embargo, lo has hecho; y quiero saber contra quién estás atentando.

— Hasta eso... contra a mí mismo.

— ¿Y eso? —, un ceño se marcó más.

— Hablamos luego.

— No — dijo Ferdinand sosteniendo el brazo del que intentara emprender el camino. — Lo harás ahora. No quiero que vayas por el lugar golpeando cosas y nos causemos problemas de mala interpretación con los inspectores. ¡Carajo, hombre! Me asustaste.

El nombrado Ferdinand buscó un acceso para salir de ahí e ir con su socio al despacho: espacioso lugar privado que les permitiría hablar tranquilamente.

Por ser oriundos del mismo lugar, su amistad ya llevaba buenos años de haber sido construida.

En su europeo poblado de no más de 400 habitantes, la pequeña cantina era de ellos dos; pero que, como todos, se anhelaba tener algo más grande.

Terry, por su madre, sabía de la excelente posición de su tío Andréu. Un hombre que describieran bueno y que lo ayudaría sin duda alguna. El problema de comunicación siempre hubo sido un padre, que al rincón más apartado de la civilización se los hubo llevado.

El costo de una infidelidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora