Capítulo 20

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Ninguno de los dos hubo imaginado llegar a ese punto de sus vidas, así como en ese momento la vivían. Él, enfermo de un mal brevemente controlado; y ella, no solo con un amante sobrino de su marido, sino decidiendo la manera de ¿preservar su amor? Sí, porque sí se trataba de amor; sin embargo, la pregunta era ¿de cuál de los dos? ¿El de su compañero por más de veinte años y que más feliz no pudo haberla hecho en sus buenos tiempos, o el otro que recientemente había llegado a su vida y le estaba dando un giro tampoco ideado?

Por el hecho de haber pensado en el segundo, Candy —yaciendo sentada a un costado del primero—, se acercó a besar una fruncida frente. Su mano también la colocó ahí, y lo miró sonreírle manteniendo Andréu los ojos cerrados.

— Siempre he dicho que tus manos son la mejor medicina.

— Quisiera que éstas en verdad te curaran.

— Lo hacen, que no te queda duda.

El señor Greenham tomó la mano libre para llevársela a los labios y besar repetitivamente el suave dorso. Uno que, al ser tocado por la mano de él, percibiera una ausencia y preguntara de ella:

— ¿No portas hoy tu anillo?

— No — dijo rápidamente Candy; más, al no saber qué excusar y por lo mismo habiéndose quedado callada, Andréu diría:

— Sí, dirás que porque yo tampoco llevo el mío —, él mostró su mano, — pero de esto puedes culpar a Carl.

— ¿Y eso? — Candy preguntó porque ella también tenía a un responsable.

— Me lo descubrió ya cuando estaba en el quirófano; me lo quitó por su cuenta, y no supo dónde lo dejó.

— Bueno, si no lo encuentra, será una perfecta excusa para mandar hacernos otros.

— Tan fácil como eso, ¿verdad?

— Si no quieres no, al fin y al cabo, que lo que prometimos está sellado en el corazón.

— Y en cada parte de mí. Te amo, Candy. ¿Me amas igual?

— Sabes que sí, cielo — afirmó ella inclinándose a abrazarlo y desde donde oiría:

— ¿Me extrañarás?

— Andréu, no empieces a torturarme con eso — pidió ella escuchando los latidos de un corazón.

— No lo hago, amor. Solo quiero asegurarme...

— ¿De qué lo haré? — ella inquirió ya mirándolo de frente.

— ¿O no? —, un puchero apareció en el enfermo.

— Eres un tonto — dijo Candy tomándolo por el rostro para decirle directamente a los ojos: — porque de sobra sabes que media vida mía es tuya.

— Y la mía te pertenece por completo.

— Yo lo sé. Y por lo mismo, te prohíbo volver a hablar así —. Candy pegó su frente en la masculina y auguraba: — Estarás bien más pronto de lo que te imaginas, corazón. Muy pronto. No flaquees. Sé que ignoro lo que padeces, pero... debes ser fuerte —. Candy colocó su mejilla en el pecho de él. — Yo te necesito para serlo, Andréu. Recuérdalo.

— Lo recordaré, mi amor. Te lo prometo.

Andréu, abrazándola, inclinó la cabeza para besar la de su amada que en silencio ya estaba derramando lágrimas que secaba rápidamente.

A Candy le dolía al pensar tan siquiera en perderlo por completo. Le dolía también el engañarlo con otro. Pero sobretodo, lloraba dolientemente el pensar en amar a ese que le confesara ya estaba haciéndolo.

El costo de una infidelidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora