CAPÍTULO X

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Equivocarse y arrepentirse

Complejo destruido de Silvery

Con las manos en los bolsillos, la mirada en el suelo y la cabeza escondida entre los hombros suaves de su suéter, Quinn se dirigió hacia el comedor en busca de un breve desayuno para empezar un nuevo y nefasto día.

Sin embargo, antes de doblar en el siguiente manojo de pasillos incinerado por las sombras, escuchó que algo, seguramente compuesto de cristal, se hacía añicos dentro de una de las habitaciones de administración. Giró la cabeza hacia la puerta levemente abierta y quiso obligarse a sí mismo a continuar su camino, tenía suficientes problemas para arreglar esa mañana, pero no pudo conciliarse con ese pensamiento egoísta y se dirigió hacia donde el estruendo había provenido.

El cuarto se trataba de una gran estancia que estaba vagamente iluminada, algunos cuadros seguían colgando de las paredes y Quinn pudo asegurar que se trataba de alguna oficina del congreso de Silvery ya que habían varios escritorios amontonados en desuso, sillas de un blanco material y cajas cerradas que seguramente tenían carpetas y planillas para la organización de la Corte.

Más allá de eso, Quinn no podía hacerse una mínima idea de qué era lo que estaba haciendo su madre acuclillada en el centro de la habitación con un corte profundo en su mano.

—La lámpara se desprendió del techo —le informó su madre apuntando hacia arriba con su mano sana—. Seguramente se desprendió con el ataque de las sombras y me corté, pero no es nada.

Quinn no había abandonado el umbral de la puerta y sus brazos estaban firmes a ambos lados de su cuerpo, pero ni bien vio la herida, se aproximó a ella con agilidad y preocupación en su semblante.

—Déjame ver.

Surent no replicó y le extendió la mano que tenía un leve temblor.

—No es grave, puedo ir a la enfermería y atenderme en cuestión de segundos, no quiero molestarte, hijo, debes tener mucho que hacer antes de partir.

Era la primera vez que Quinn veía el temblor en la voz de su madre, el brillo de vergüenza en sus ojos, culpa, tensión, nervios en el tic de sus labios. Todas esas sensaciones se podían palpar en los movimientos de Surent, pero él no dijo nada al respecto, no hizo ni un solo comentario.

Sabía que iba a ser difícil restablecer la relación entre ellos, sabía que él, en algún momento, iba a tener que disculparla y ceder porque, a fin de cuentas, ella era su madre, su familia, la mujer que le enseñó todo lo que sabía y no quería perderla. No quería sentir esa sensación en el pecho que le gritaba que no podía hablar con ella como antes, abrazarla y enterrar la cara en su hombro.

Surent había cometido un error, uno muy grande, pero Quinn no desconocía que esa era una de las miles de cualidades que las personas poseían. Además, su madre no había ocultado la identidad de Neeva para lastimarlo objetivamente a él, por lo que culparla de ello tampoco estaba del todo bien.

Le costaría mucho, aún así, perdonarla.

Tomó delicadamente la palma de su mano y sopló con sutileza para compartirle algunas de sus partículas curativas que despedían calor y un leve brillo. Sonrió de costado, con los labios apretados y un hoyuelo bien marcado en su mejilla izquierda; una mueca que demostraba felicidad por haber aliviado el dolor de su madre.

—¿Tienes una de tus pomadas en la enfermería? Puedo traerte un pote y algo de azúcar del comedor, por si acaso...

—Estoy bien.

—Sí... okey.

Quinn se levantó sin volver a mirarla y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. Las botas rechinaron en el suelo ya que pisó unos cuantos trozos de cristal y luego de rascarse la nuca, se encaminó a la puerta.

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