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5 de junio.

Salí de la universidad, sosteniendo la certificación de notas que aseguraba que la dueña de aquellas calificaciones sería una excelente licenciada en Administración de Empresas.

Mi rostro impasible no reflejaba el orgullo o a la satisfacción que esperaba sentir al estar avanzando en el cumplimiento de una meta. No se sentía como un logro personal o algo de lo que envanecerse. Para mí, era más bien como un "check" en una lista de tareas no demasiado agradable, algo que debía terminar de hacer a regañadientes y solo me sentía aliviada porque el final estaba cada vez más cerca.
Solo un año más y habría cumplido con mi padre. Porque la verdad era que solo por él había continuado con aquella carrera tan ajena a mí y a todo lo que me interesaba.

Pensé en mi madre y en lo distinto que sería todo si ella viviera. De seguro, ella hubiera apoyado mis sueños, me hubiera impulsado a perseguirlos.

Pero ella no estaba.

Mi padre era muy bueno, pero también muy severo. Práctico y previsor, me había instado a escoger algo que tuviera un "futuro seguro".
Mi escasa voluntad y la inexperiencia propia de la adolescencia habían podido más que mis ganas.

Así que elegí olvidar mis infantiles sueños de escribir, de tocar, de ser una chelista reconocida o tal vez una célebre escritora, y había optado por los sensatos y aburridos estudios que pagarían las cuentas, harían sentir orgulloso a mi padre, darían el ejemplo a mi hermano pequeño y me garantizarían el futuro seguro, sólido y profundamente miserable.

Era buena estudiante, lo había sido siempre. Mi espíritu competitivo y tal vez un ligero trastorno obsesivo compulsivo me obligaba a destacar en todo lo que hacía. Mi memoria era perfecta. No representaba problema alguno para mí memorizar temas enteros de las aburridas asignaturas que cursaba cada semestre. Casi sin necesidad de asistir a las conferencias, y auxiliada solo de los libros de texto y del abundante contenido digital disponible en las mediatecas, podía aprenderme los temas y afianzarlos en mi memoria el tiempo suficiente para obtener las mejores notas en los exámenes. Pero como todo aquello no me interesaba, una vez terminadas las pruebas, la enorme cantidad de información era olvidada casi al instante, o bien relegada en lo profundo de mi cerebro, donde almacenaba todo aquello que consideraba inútil.

Pero la inercia me hacía continuar, era demasiado cobarde para abandonar algo que estaba tan cerca de terminar, demasiado débil para rebelarme contra mi padre y demasiado cínica para creer que mis sueños tendrían alguna oportunidad si me atrevía a sacarlos de mi cabeza.

Entré a "El Peregrino", mi bar favorito, que se había ganado ese título por estar estratégicamente cerca de la facultad y por tener un ambiente bohemio y encantador. Con decoraciones artesanales e ingeniosas que variaban prácticamente cada mes, sorprendiendo a los clientes, que se volvían asiduos al lugar, solo para descubrir con que otra ocurrencia estaría decorado el espacio.

Toni, el dueño, era un italiano de poco más de 50 años, de ojos vivarachos, risa fácil, y el rostro del abuelo enrollado al que vas con tus problemas para que te aconseje y te saque de apuros. Hacía unos cafés excelentes. Razón de más por la que, incluso sola, frecuentara muchísimo el bar.

Me pedí un frapuccino y me dirigí a mi mesa de siempre en la terraza.

Al pasar entre las mesas, varias cabezas masculinas se voltearon a mirarme.

Solo era ligeramente consciente de la atención que atraía. Mantenía la creencia de que los hombres eran como animales que acechaban hambrientos a cuanto espécimen del sexo opuesto se cruzara en su camino, y le daba poco o ningún crédito a mi supuesto atractivo.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora