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20 de julio.


Desde que tengo memoria he tenido claro que quiero ser madre. Nunca me lo he cuestionado siquiera, y la idea de la casita feliz, con la que fantaseaba de niña, hacía tiempo que no era un factor determinante para lograr mi sueño de tener un hijo. Estaba completamente determinada, y creía que cuando llegara el momento, cuando el reloj biológico comenzara a sonar, haría lo que fuera necesario y no me importaría estar casada, o haber encontrado a la persona indicada. Incluso había valorado la posibilidad de que la naturaleza se empeñara en fastidiarme los planes, privándome de la capacidad biológica de concebir. En ese fatídico caso, adoptaría. Pero no imaginaba mi vida, más allá de los treinta, sin un hijo en ella.

Pero, ¿cuantas cosas no creemos seguras, inmutables; cuantos conceptos no enarbolamos en vano, sin saber realmente de lo que estamos hablando? Nunca pensé que, en efecto, me vería ante la disyuntiva, de tener que escoger entre la vida de un niño, entre un sueño que creía inalterable y el montón de razones lógicas y objetivas que me obligaban a abandonarlo. Nunca creí que estaría en la peor de las situaciones imaginables, y que el milagro de la vida quedaría reducido a un accidente, al producto de la irresponsabilidad y la inconciencia, y que fuera tan tabú que ni siquiera podría hablar de ello sin avergonzarme. Nunca consideré esa posibilidad. Nunca pensé que me vería obligada a matar lo único que estuve segura de querer toda la vida. Nunca pensé que llegaría el día en que consideraría el aborto la mejor opción.

***


Las salas de espera son lugares horribles. Son la antesala del miedo o el dolor. Cada una de las personas que la ocupan, se encuentra en similar situación. Comparten la preocupación por el diagnóstico, el temor ante el tratamiento, la aversión a la enfermedad; sin embargo, se son antipáticas entre sí, evitan mirarse, conversar, ansiosas de que la incómoda espera termine.

En la pulcra sala de espera de aquella clínica, habían cinco personas además de mí.

La joven recepcionista rubia, con gruesas gafas de pasta, y una coleta alta, parecía alegre y despreocupada. En mi opinión demasiado alegre, como si su jovialidad fuera fingida, como si se vistiera con ella cada mañana, antes de ir a trabajar. Parecía tener poco más que mi edad y yo imaginaba que detrás de esa sonrisa de comercial, estaba juzgándome, cual beata fervorosa.

A mi izquierda estaba sentada una niña, apenas un poco mayor que Claudio. Tenía mechones rosas, mezclados con su abundante cabello castaño, vestía ropas oscuras, como la típica adolescente rebelde, pero su carita adornada con rímel era la de una niña asustada. Las pecas sobre la nariz acentuaban su aspecto infantil y contrastaban con su atuendo de chica mayor.
Sentada a su lado, estaba una señora que parecía ser su madre. Su cara era el reflejo puro de la consternación. Miraba al piso, sumida en sus pensamientos, tal vez preguntándose que había hecho mal, que error había cometido en la educación de su hija, a la cual le lanzaba, de vez en cuando, confusas miradas, mezcla de enojo y compasión.

En el banco del frente, había una pareja de jóvenes. Ambos debían de rondar los treinta años. Ella tenía un cabello rojo muy hermoso y un arete en la nariz. Leía una revista con una envidiable serenidad. Era la única persona en aquella sala -incluyendo a la recepcionista- que parecía cómoda, y algo en sus maneras me hacía sospechar que no era la primera vez que se encontraba allí.
No obstante, su compañero sí se veía nervioso. Aparentaba ser más joven que ella, era el típico rubito, con cara de buen chico y grandes ojos azules que miraban a todas partes, sin encontrar tranquilidad. Había ojeado cada uno de los folletos que había en la mesa y su mano apretaba fuertemente la mano de la chica, aunque era evidente que lo hacía para reconfortarse a sí mismo en lugar de a su pareja.

Solo yo estaba sola.

Me prohibí compadecerme de mí misma, recordando que había sido esa mi elección. Yo solita me había metido en ese embrollo, así que tenía que afrontar las consecuencias sola, y tenía que solucionarlo rápido y sin hacer demasiado ruido al respecto. No podía convertirlo en un asunto sentimental, porque de hacerlo, sabía que no tendría las fuerzas para hacer lo que ya había decidido. No podía decirle nada a mi familia ni a mis amigos porque no quería decepcionar a las personas más importantes de mi vida y porque no quería que sus opiniones afectaran mi decisión.

Y Ulises, Ulises sería la última persona a la que se lo diría. Me imaginaba contándoselo y me veía a mí misma como una de esas mujeres desesperadas que usaban un bebé para mantener a un hombre a su lado, y el solo pensarlo me parecía patético.

Nadie tenía que saberlo. Era mi cuerpo y solo yo tenía derecho a decidir sobre él. Era mayor de edad y perfectamente capaz de encargarme de ello.

Aquellas eran las cosas que me repetía una y otra vez, sin permitirme considerar nada más, sin contemplar siquiera la posibilidad de mantener ese bebé, ignorando las innumerables imágenes de niños que cubrían las paredes de aquella habitación, determinada a mantenerme firme en mi decisión.

A pesar de ello, la opresión en el pecho iba en aumento, el sofoco, la angustia, no me abandonaban. Me llevé la mano al cuello, a la cadenita de mi madre y apreté el crucifijo, a falta de una mano que me apoyara, como el chico rubio apoyaba a su novia del arete en la nariz.

Irónicamente aquel crucifijo representaba a Dios y a mi madre, y al buscar apoyo en ellos, lo que obtuve fue un reproche. Ninguno de los dos aprobaría mi decisión, no de la forma en que lo estaba haciendo, a hurtadillas, huyendo de la verdad y la responsabilidad de mi error. La plata de la cadena parecía gritarme que no estaba haciendo lo correcto.
Casi podía ver el rostro sonriente de mi madre (como estaba la última vez que la vi) tornarse severo y mirarme decepcionada, con mezclas de enojo y compasión, tal como la madre de la chica rebelde, a mi lado, la miraba.

La histeria fue abriéndose paso en mi cabeza y el sonido torturador del segundero del reloj de pared golpeaba mi cerebro en una fatídica cuenta atrás. Movía el pie, rebosando ansiedad y casi estuve a punto de marcharme cuando la puerta a mi derecha se abrió y una enfermera se asomó para decir:

-Señorita Castillo, es la siguiente.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora