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16 de julio.

En toda la historia de sus doce años, aquel día fue la primera vez que mi hermano madrugó.

Aun no amanecía, cuando un remolino castaño de ansiedad y alegría me despertó con gritos.

Ya llevaba puesto el traje que le había comprado, las aletas de rana y la careta que hacía parecer más grandes sus ojos cafés.

-¿Qué hora es? -Bostecé-. Es de noche aún, Clau. ¿Qué haces vestido así? -pregunté, entreabriendo un ojo, pues el otro se negaba a despertar.

-Date prisa, Val -me ordenó, tirando de mis mantas-. Debemos salir muy temprano para estar mucho tiempo en el mar. -Su sonrisa iluminó el cuarto que permanecía en penumbras.

-Tenemos tiempo de sobra, cariño. ¿Ya has despertado a papá?

-He venido a despertarte primero para que lo despiertes tú -dijo, avergonzado de su temor al cascarrabias de nuestro padre. Yo sonreí, encantada por su inocencia.

-Está bien -concedí, sentándome en la cama de mala gana-. Lo despertaré, pero ve tú preparando el desayuno, si tienes tanta prisa. ¡Y quítate las aletas! ¡Te caerás! -le grité, al verlo salir, corriendo como pingüino.

Llegamos a la costa sobre las ocho de la mañana. Papá nos dejó armados de provisiones y con un arsenal, aun mayor, de indicaciones y consejos paternos.

Ángel y su hermana ya estaban allí, pues vivían muy cerca de la playa.

Sara era una niña adorable de cabello dorado y centellantes ojos verdes, al parecer tan entusiasta del mar como mi hermano, pues vestía un bonito traje de baño, cubierto por un fino pañuelo naranja que le servía de pareo.

Claudio se puso muy nervioso al verla. Le había contado que nos acompañarían unos amigos, pero había dejado que la pequeña Sara fuera una sorpresa. Mi hermano padecía de la misma ineptitud social que yo y, sobre todo con las niñas, era sumamente tímido.

Ella, por el contrario, nos regaló una sonrisa radiante y sin esperar a que Ángel hablara se presentó.

-Hola. Mi nombre es Sara. -Se acercó y me tendió la mano como toda una mujercita-. Tú debes ser Valeria. Mi hermano me ha hablado mucho de ti. Eres muy bonita. -Yo le sonreí a la adorable muñeca rubia que se desenvolvía mucho mejor que yo, que le doblaba la edad.

-¡Tú sí que eres linda, Sara! También he escuchado mucho sobre ti. -Le estreché su manita al tiempo que miraba a Ángel con complicidad.

-Te lo dije, es tremenda -dijo él.

-Hola, Claudio -continuó Sara, quien no se dio por enterada del comentario de su hermano-. ¿No me saludas? -le dijo a mi hermano que estaba prácticamente escondido detrás de mí.

El asomó sus rizos castaños y la espabilada chica lo cogió del brazo y le dio dos besos en las mejillas. Él se sonrojó hasta la punta de la nariz.

-Me gusta tu careta -dijo Sara.

-Y deja que veas mis aletas -contestó mi hermano, perdiendo su timidez y dejándose arrastrar por el encanto de Sara.

Los dos niños caminaban delante, mientras Ángel y yo llevábamos una marcha más lenta, charlando y disfrutando de la brisa del mar. El día estaba especialmente hermoso. No quedaban rastros de las nubes de la víspera. El sol refulgía y el mar estaba en calma, de un tono azul impactante.

Ángel había ido con un amigo suyo, instructor de buceo, que nos acompañaría en la inmersión. Pero primero debíamos de recibir una clase con todas las indicaciones técnicas, sobre todo mi hermano, que era primerizo, necesitaba conocer todos los tecnicismos para bucear con seguridad.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora