31

58 14 20
                                    


27 de julio.

A pesar de todo, sabía que no podría ocultarle mi embarazo a Ulises para siempre. Él no había dejado de llamarme y aunque continuaba ignorándolo, sabía que la confrontación, más temprano que tarde, había de suceder.

Había repetido en mi mente, muchas veces, lo que le diría. No quería nada de él. No quería que se hiciera cargo de nuestro hijo, y prefería, para mi paz mental, que se mantuviera alejado de los dos. Pero si ese fuera su deseo, no podía hacer nada para impedirle que se involucrara. No tenía ese derecho. Y tal vez, solo tal vez, mi hijo necesitaría una figura paterna en su vida, aunque no ocupara ese papel de la manera convencional.

Yo sabía lo que era crecer sin uno de mis padres. No podía desear eso para mi hijo, sin importar cuan enojada o decepcionada estuviera de Ulises.

De todas formas, esa elección le correspondía a él. Dejaría en sus manos el elegir cuan cerca quería estar de nosotros.
Pero independientemente de que decidiera ser padre o no, nuestra relación no tenía vuelta atrás. No quería escuchar las explicaciones, que insistía en darme por teléfono, porque, en mi estado, podía dejarme impresionar por su habilidad para envolverme, dejarme manipular por su labia, y ese error era algo que no consentía repetir. Sin importar lo que me dijera, no volvería a caer en su red de mentiras. Habíamos terminado. De una vez y para siempre.

Mentiría si dijera que había dejado de amarlo. Por supuesto que lo quería. Pero me quería más a mi misma, y la herida de la humillación que me había hecho sentir estaba demasiado fresca en mi pecho como para contemplar la posibilidad de perdonarlo.

La idea de que llegáramos a ser amigos, por el bien de nuestro hijo, era demasiado remota.

Absorta en esos pensamientos y ajetreada organizando las estanterías, no sentí la campanilla de la puerta, que me avisaba de que alguien había entrado. La última persona que esperé ver, apareció frente a mí, vistiendo excesivamente elegante y con expresión de suficiencia.

Ainhoa.

Dejé caer los libros al suelo de la sorpresa. El recuerdo de nuestro último encuentro me obligó a recuperar la compostura y a mantenerme tranquila e indiferente.

—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunté como si la estuviera viendo por primera vez.

—Me gustaría comprar una novela romántica —me respondió, fingiendo a su vez.

Por un minuto, creí que tal vez su visita era, en efecto, fortuita, y que no me había reconocido, pero la forma en que me miraba me hizo descartar esa posibilidad.

Le mostré la sección de romance y regresé a mi puesto detrás del mostrador.

Ella siguió pretendiendo. Leyó algunas sinopsis, y recorrió algunos estantes.

—¿Me recomiendas alguna? —preguntó.

—Esta novela es muy buena. —Le mostré el libro de Pablo, sin percatarme de un detalle que le daría el pie forzado para abordarme.

—Editorial Odisea —dijo ella, comenzando a tantearme—. Conozco al director, Ulises. —Yo no piqué el anzuelo—. Creo que te vi con él en una ocasión —me soltó, directa.

—No lo creo —respondí con sequedad, sin mirarla.

—Sí, estoy segura que eras tú. —Echó un vistazo malintencionado a mi ropa, fingiendo reconocerme por mi atuendo casual y falta de estilo.

—¿Va a llevar el libro? —cambié de tema, evitando caer en su juego.

Ella me miró largamente.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora