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Desayunamos copiosamente en un restaurante demasiado elegante para el atuendo casual que había elegido. Ambos estábamos famélicos después de tanto sexo en ayunas. Yo devoraba los deliciosos panqueques con frambuesas que me había pedido, en sustitución al estropicio de la mañana, mientras le contaba, con la boca llena, todos los planes que tenía para el cumpleaños de mi hermano.

Le había prometido algo especial y estaba pensando en rentar una casa en la costa, hacer snorkeling, pescar tal vez, tenía un montón de ideas.

Para ese entonces, Ulises conocía perfectamente a Claudio porque yo no paraba de hablar de él. Decía que sentía celos de la relación que teníamos. Era hijo único y nunca supo lo que era tener esa conexión especial que solo existe entre hermanos.

Él me escuchaba hablar emocionada, y opinaba sobre mis atropellados preparativos.

Pero de repente, pude percibir una tensión extraña en el ambiente. Se puso rígido y miraba alrededor con nerviosismo. Miró la hora y con una sequedad que me descolocó, dijo que se le hacía tarde para ir a trabajar.

-¿No vas a terminar tu desayuno? -pregunté, extrañada.

-Ya estoy lleno -respondió sin mirarme.

Llamó al camarero y pagó la cuenta, levantándose apresurado, sin intención de esperarme.
Contrariada, me levanté y lo seguí a la puerta. Casi habíamos salido cuando una voz chillona nos detuvo en el umbral.

-¿Ulises, eres tú?

Una chica preciosa, de casi dos metros, con brillante cabello rubio y piel perfecta, se acercó a nosotros vistiendo un conjunto de Dolce Gabanna que me hizo sentir insignificante a su lado, con mis converses y mis jeans.

-Ainhoa, ¿qué tal? -la saludó él, más formal que de costumbre.

La chica me lanzó una mirada de escrutinio, en absoluto disimulada, que me hizo encogerme bajo la sombra de Ulises.

-Yo bien -contestó ella-. Veo que tú también estás perfectamente. -Me miró con presunción por encima de su hombro-. ¿Qué tal está Clara? ¿Está próxima a venir, no es cierto? -le preguntó, aunque parecía que me lo decía a mí.

Aquella noticia fue un cubo de agua fría. Su esposa regresaba.

Era el fin.

Él estaba visiblemente incómodo y trataba por todos los medios de desembarazarse de aquella chica. Yo quería irme pero mis pies se negaban a obedecerme. Estaba clavada al suelo, escuchando la voz chillona de aquella pija que se puso a parlotear sobre el trabajo de la esposa de Ulises, que aparentemente era su amiga, aunque al mismo tiempo, no dejaba de coquetear con él, ignorando mi presencia.

-Debo irme, se me hace tarde -se excusó él.

-Está bien, le diré a Clara que te he visto cuando hablemos por teléfono -dijo con perfidia-. Cuando regrese, podemos quedar y tomarnos una copa todos juntos, como en los viejos tiempos. -Esto último lo dijo en evidente socarronería. Él la miró casi con furia.

-Me alegro que estés bien, Ainhoa. -Terminó con sequedad y escapó del restaurante, sin voltearse siquiera a mirarme.

Creí que había olvidado que yo estaba allí, que en su delirio nervioso esperaba que yo hubiese regresado a la mesa o me hubiera marchado fingiendo no conocerlo. Me sentí tan humillada que creí que me echaría a llorar. Durante los segundos más incómodos de mi vida, me quedé parada frente a la tal Ainhoa que me miraba con desdén desde sus dos metros de altura, mientras sonreía con suficiencia.

Quise que la tierra se abriera y me tragara.

Finalmente, en un infantil y patético acto, eché a correr a la salida, luchando contra el nudo de mi garganta y ordenándole a las lágrimas que no se atrevieran a salir.

Ulises me esperaba afuera con expresión apenada.

-Lo siento, Val -dijo atropelladamente-. Ella me tomó por sorpresa. No supe cómo reaccionar.

-Me has ignorado, has fingido no conocerme, nunca en la vida me sentí tan humillada -dije con voz entrecortada.

-Perdóname, de verdad no supe que hacer. Ella es, es amiga de mi esposa -dijo, bajando la voz-. Es la mujer más cotilla que existe, estoy seguro de que se lo contará.

-Pues me parece que te has puesto más en evidencia al actuar tan nervioso. Parecía que fuera tu propia esposa quien te hubiese atrapado infraganti. Solo estábamos desayunando. ¡Por dios! No hay nada comprometedor en eso. No hay excusas para que me trataras así. ¡Me has abandonado en el restaurante! -grité, olvidándome de la gente.

Él ni siquiera se excusaba. Parecía sinceramente apenado, pero había algo más en su mirada, una especie de remordimiento, de algo que se parecía a la culpa.

Entonces lo recordé. Dos noches atrás, había recibido una llamada a las dos de la mañana. Yo me desperté porque el tono de su celular era bastante estridente. Él no había contestado, pero se había puesto notablemente nervioso. No le pregunté nada en ese momento, pero mi cerebro había grabado el nombre que apareciera en la pantalla.

Aquel nombre.

Ainhoa.

-¿Quién es ella en realidad? -pregunté, temerosa de la respuesta.

-Ya te dije, es amiga de Clara.

-Esa mujer estaba claramente coqueteando contigo, parecía celosa, marcaba territorio y me miraba con un desdén con que solo una mujer ardida mira a otra que le ha arrebatado algo que era suyo. Fue ella quien te llamó hace unos días en la madrugada, ¿no es cierto? Aquella noche que te pusiste tan nervioso. -Ulises permanecía dolorosamente callado-. ¿Qué está pasando? Dime la verdad o te juro que no volverás a verme. ¿Es tu amante? ¿Es eso?

Estaba fuera de mí y ya me había abandonado al llanto. Las lágrimas corrían lentamente por mis mejillas, sin que eso suavizara la expresión de decepción de mi rostro. La rabia y la impotencia que sentía eran más fuertes que el dolor.

-No, claro que no -dijo él, tras una pausa demasiando larga.

-Te pedí la verdad -lo desafié.

Él bajó la mirada, ocultándome los ojos negros que comenzaban a parecer vidriosos. Se veía acorralado, sabía que sus palabras cambiarían las cosas para siempre entre nosotros.

-Nosotros -balbuceó -nosotros estuvimos involucrados un tiempo. Pero ya terminó. -Se apresuró a aclarar.

Recibí el golpe con toda la entereza de la que fui capaz.

-Es amiga de tu esposa -alcancé a decir.

-Si -dijo simplemente.

Sentí nauseas.

-Val, desde que estamos juntos, desde que he empezado a sentir cosas por ti -se corrigió-, no he estado con nadie más, lo juro. -Quise golpearlo-. Ella simplemente no se ha tomado bien que lo hayamos dejado. Me acosa, me amenaza con contárselo a mi mujer. -Se movía nervioso, ofuscado-. Pero eso no me importa. No pienso ceder a ningún chantaje. Ella no es nada -dijo con un desprecio que me heló la sangre.

¿Acaso se referiría a mí de la misma manera cuando alguien lo increpara?

Me mesé los cabellos al comprender la situación tan ridícula en la que me encontraba. Estaba reclamándole a un hombre que no era mío. Estaba celosa, dolida, decepcionada por un engaño que no había ocurrido en realidad. Él no me estaba siendo infiel, porque simplemente nunca me había jurado fidelidad. En todo caso, ¿qué podía esperar de alguien que confesaba, campante, que tenía una relación abierta con su esposa, y que durante semanas, le había sido infiel conmigo? Me sentí tan estúpida que me odié. Quise golpearme en el rostro por dejarme arrastrar a esa posición. Yo había elegido ser su amante. Lo había decidido bajo mi propio riesgo, con la absurda esperanza de que no me involucraría demasiado. Sentía pena por la enorme imbécil que se había ilusionado con algo que estaba condenado desde el comienzo. ¿En que estaba pensando, por dios? No solo era su amante, era una de ellas. Una de tantas, probablemente. ¿Qué locura me había dominado para que, por un instante, pudiera creer que era especial, que le importaba?

Estúpida, estúpida, estúpida -me grité mentalmente, hasta que finalmente lo dije en voz alta.

-Fui una estúpida. No sé en qué estaba pensando. Nunca debí haberme involucrado contigo. No vuelvas a buscarme -dije con el corazón hecho trizas, antes de salir corriendo lejos de él.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora