Epílogo

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Ella lucía tan feliz, tan hermosa. No era consciente de lo bella que era. El sol se reflejaba en su cabello azabache, creando destellos azules como sus ojos, esos ojos profundos en los que me podía ahogar, en los que me quería perder.

Se mordía el labio, concentrada, mientras escribía. Me encantaba observarla escribir. Se enajenaba, viajaba a un mundo solo suyo, donde imaginaba, encontraba muchas más alegrías que en el real.

Sus amigos se acercaron. Tuve que ocultarme tras mi periódico para que no me reconocieran. Los había odiado por apartarme de ella, pero en el fondo sabía que hacían lo correcto, lo necesario para protegerla.

Los vi abrazarse y sentí celos.

Celos de su piel. Había pasado tanto tiempo desde que tocara su piel por última vez.

Lamenté no haber sido más cariñoso con ella, entonces; no haberla cubierto de besos, no haberle dicho que la amaba, una y otra vez, hasta que pudiera creerme, hasta que ese amor se hiciera más fuerte, más fuerte y más valiente de lo que era yo.

La vi reír.

¡Dios, como amaba su risa!

Reía con los ojos, por primera vez en mucho tiempo. Quise acercarme, ser parte de esa felicidad. Hubiera dado todo por ser capaz de provocar esas risas, en lugar de permanecer en las sombras, observándola de lejos.
Yo mismo me había ganado, a pulso, ese lugar. Lejos de ella, fuera de su vida, esperando que encontrara en otra parte lo que yo había sido incapaz de darle.

La sola idea de que otro la tuviera me enfurecía. Pero debía acostumbrarme. Ella no era mía. Ya no más. Recé por que el siguiente hombre que ganara su corazón lo mereciera más que yo, la hiciera llorar menos. Recé para que nunca dejara de reír.

Se levantaron para marcharse y yo me agazapé en mi escondite.
Pasó por mi lado y su aroma me golpeó. Era una ola de verano, que me derribaba, dejándome deshecho, y sin embargo, ansioso, ansioso de más mar.

Me levanté y fui hacia el lugar que ella había dejado. Como un ser perverso, enfebrecido por la necesidad, me senté en la silla que ella había calentado, segundos atrás. Bebí de su copa, intentando rememorar sus besos, tan dulces y lejanos. Toqué aquello que ella había tocado, intentando quedarme con algo de su esencia, como el sicópata que recoge trofeos de sus víctimas. Necesitaba algo para llevarla conmigo a donde fuera. Aunque ya no la tuviera nunca más.

No tenía ni una foto, nada.
Solo imágenes difusas que se desvanecían en mi mente, en mi memoria maltratada, solo retazos que no era capaz de retener. Solo tenía las huellas de sus caricias en mi piel.

¿Cómo conservar esas caricias? ¿Cómo evitar que el tiempo las borrara?

Entonces lo vi. Sobre una silla, olvidado, estaba el manuscrito de su novela. Siempre me pareció adorable su manía de escribir a mano, en lugar de usar el ordenador. "Amor estival" -Leí en la portada.

El estío es la sublimación de la primavera. En verano, los brotes tiernos fecundan, se solidifican, se convierten en frutos, en vida. La lluvia moja la tierra, el mar es más tormentoso, el sol calienta con más ímpetu.

Eso era ella.

Fuerza, calor, vida.

Un verano había bastado para conocerla y amarla irremediablemente. Un verano había bastado para que se me grabara a fuego en la piel.

Sin poder contenerme, me puse a leer el manuscrito, allí mismo. Nuestra historia, breve, intensa, estaba oculta entre las letras. Leer sus sentimientos me desgarró. Poder palpar todo su dolor fue más de lo que pude soportar. No me había dado cuenta de que gruesas lágrimas mojaban mis mejillas, hasta que una voz dulce y anhelada, me sacó de mi ensueño.

-¿Me da el visto bueno, señor editor? -La sonrisa que me regaló fue como el sol, saliendo después de la lluvia.

-Eres muy buena -le aseguré-. Superas todas mis expectativas. -Ella se sentó a mi lado. Yo me atreví a tocar su mano-. ¿Cómo estás?

-Estoy bien, mucho mejor. ¿Cómo estás tú? ¿Se ha resuelto el tema de Odisea?

-Así es. Clara me ha vendido su parte de la compañía. Terminamos en buenos términos.

Aún me sorprendía el repentino cambio de opinión de mi ex esposa. Pasó del arrebato extremo en el que me golpeó, amenazó y juró acabar con mi vida, a ser una persona totalmente civilizada, que pretendía ser mi amiga.

-Me alegro mucho -me dijo ella, con un deje melancólico en la voz.

-Entonces, ¿escribir será? -Señalé la novela-. ¿Te has decidido, al fin?

-Me he decidido. -Me sonrió, radiante-. Amo muchas cosas -hizo una pausa nerviosa-, pero escribir es la primera de ellas. Quiero intentarlo.

-Lo lograrás -le aseguré-. ¿Por qué firmas como Claudia?

-Un homenaje a mi madre -me dijo-. Será mi seudónimo.

-Estaría muy orgullosa de ti.

Durante unos segundos nos miramos sin hablar. No era un silencio incómodo. Todo lo contrario. Compartir el mismo espacio con ella era suficientemente satisfactorio.
Quise abrazarla, besarla. Quise apretarla entre mis brazos y no dejarla ir nunca más.

-Me voy. -Su frase cortó el silencio como una navaja, al mismo tiempo que ella rompía el contacto visual.

-¿A donde? -pregunté, muerto de miedo, porque sabía que todas las respuestas significaban "de tu vida".

-A Grecia, por un tiempo. Luego, tal vez me vaya a vivir a los Estados Unidos.

Los celos me asaltaron de nuevo. Sabía que en Estados Unidos estaba aquel chico. Quise replicar, pero me contuve.

-Te extrañaré. -Fue el único patético comentario que alcancé a hacer.

Ella no dijo nada.

Se levantó para marcharse y yo tuve que poner todo mi esfuerzo para no arrodillarme y pedirle que no me abandonara.

-Valeria, yo... -Las estúpidas palabras no acudían a mis labios.

Pero, ¿cómo decirle lo que ni yo mismo alcanzaba a entender? ¿Era posible expresar un amor así?

-Yo lo siento mucho, por todo. -Ella negó con la cabeza-. No quisiera que te fueras sin perdonarme por todo el daño que te causé.

-Hace mucho tiempo que lo hice -me dijo. Tomó mi mano y sentí electricidad-. Fue más luz que oscuridad -intentó convencerme-. En mi corazón, solo guardo todo lo bueno que me diste.

Hablaba con una vocecita tan débil, tan dulce, que rompía mi alma en pedacitos. Me llevé su mano a los labios y la besé.

-Te amo -le susurré a sus dedos.

Ella fingió no escucharme, pero al liberarla, se llevó la mano a los labios como correspondiendo a mi beso.

-Debo marcharme -dijo al fin-. Quiero que hagas todo lo que un día me contaste, que seas tan feliz como sé que te mereces.

-Nunca podré ser feliz sin ti -pensé.

Pero en cambio le tendí su manuscrito.

-¿Lo terminaste? -me preguntó.

-No tuve tiempo.

-Quédatelo.

-Pero... ¿y tu novela?

-Ahora es nuestra -me dijo antes de sonreírme una vez más y alejarse de mí.

Pasaron largos minutos antes de que fuera capaz de pensar de nuevo, creo que incluso había dejado de respirar.

Cuando el peso de aquella despedida se aligeró, permitiéndome reaccionar, tomé el teléfono y llamé a mi editor en jefe.

-Tenemos un nuevo libro para publicar -le dije, sosteniendo con fuerza aquel trozo de mi vida, por miedo a que, por torpe, lo perdiera también.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora