Nunca he sido capaz de dejar la mente en blanco para lograr el grado de relajación absoluta que sugieren en las clases de yoga. Por eso, por la facilidad con la que me distraigo abandonando la aspirada meditación y tal vez por mi poca flexibilidad, fue que esas clases no pasaron de dos.
Incluso cuando duermo, mi mente es incapaz de detener su vertiginoso trabajo, produciendo así los sueños más descabellados y absurdos.
No obstante, existe algo que logra, con efectividad, abstraerme de la realidad y transportarme a un mundo pacífico y perfecto, donde la felicidad es tangible, donde experimento una paz física, que se siente confortable y suave como un lecho de algodón. El ruido de mi cabeza jamás se transforma en silencio, pero hay algo por lo que puedo sustituirlo: la música.
La música me llena, me infunde valor, me seca las lágrimas, me lleva a sitios que había olvidado o a otros que ni siquiera he conocido aún. La música me cura.
La descubrí cuando estaba demasiado asustada de la realidad, cuando los recuerdos me atormentaban y quería parar de oír las voces tristes de mi cabeza. Desde entonces, ha sido una panacea para mis males, y me ha ayudado tanto como la literatura.
Lo del chelo vino después. Como la clásica nerd que era, en el instituto formé parte del club de lectura, del grupo de teatro, del club de ciencia y de la banda del colegio. No me avergüenzo tanto como quizás debería. La verdad es que disfruté mucho en todas esas actividades, y tampoco es que fuera una marginada o que sufriera de bullying. Gracias a Dios, tenía a mis amigos: Andy y Robert, y como eran mayores que yo y ambos muy populares, nadie se metía conmigo, con excepción de ellos mismos.
Se burlaban de mí, pero también me apoyaban. Estaban muy orgullosos de su pequeña cerebrito, como me llamaban, y nunca dejaron de ir a las competencias de deletreo, a las exposiciones de ciencia o a los conciertos.
El aprender a tocar un instrumento fue algo que siempre quise hacer. Por supuesto, primero intenté con la guitarra y aprendí unas cuantas canciones, pero aunque me gustaba, no me resultaba suficientemente interesante. Probé con el piano sin mucho éxito, y finalmente, la profesora me sugirió que intentara con el violín o con el chelo.
Cuando entré en el aula de música, solo me hicieron falta unos pocos minutos frente a los instrumentos para poder elegir. El violín era más elegante, es cierto, pero la enormidad del violonchelo me atrajo irremediablemente.
Me parecía majestuoso.
Cuando por fin aprendí mi primera canción, una balada religiosa, lección de mi devota profesora, me sentí inundada por una dicha inigualable. La experiencia tenía incluso algo de erótico. Allí, con aquel pedazo de arte entre mis piernas, abrazada a él y haciéndolo cantar con mis caricias.
En aquel entonces, solo tenía 13 años y el sexo ni siquiera rondaba mi cabeza, pero la fuerza de esa escena logró cautivar hasta mi mente virginal.
Fue fabuloso.
A partir de entonces, usaba todo el tiempo libre que tenía para practicar. Incluso descuidé los estudios y a mis amigos. Estaba encantada con el nuevo "don" que había descubierto. Era como un súper poder.
¡Era capaz de hacer música!
Y para una niña con ganas de comerse el mundo, aquello era como descubrir un nuevo arsenal de posibilidades.
Ante las alabanzas de mis maestros, mi ilusión creció al igual que mi vanidad. Podía imaginarme en un escenario enorme, ante centenares de personas cautivadas por la magia que brotaba de ese perfecto trozo de madera.
El encanto duró mucho tiempo, incluso iba a audicionar para ingresar en el conservatorio, pero entonces apareció aquel concurso de redacción.
Me inscribí llevada por la curiosidad. Escribí un relato corto en apenas un par de horas. No podía ni sospechar que ganaría. Por eso, cuando llegaron los resultados y vi mi nombre junto al atractivo título de "primer lugar" fue una descarga de adrenalina increíble. Sentí mi ego elevarse a alturas imposibles. Mi pasión por la lectura había rendido frutos.
¡Tenía talento para escribir!
El camino que había visto tan claro hasta el momento se desdibujó, o más bien se dividió en dos.
¿Qué me gustaba más? ¿La música o la literatura? ¿A que quería dedicarme por el resto de mi vida?
Sin dudas, era una interrogante que merecía una larga reflexión. Pero para una chica de 16 años la reflexión no es una prioridad. Yo creía que podía tenerlo todo. No veía necesidad de elegir, creyéndome perfectamente capaz de disfrutar de ambas manifestaciones.
Además, el que uno de los premios del concurso fuera un viaje a Tenerife, con los gastos pagados, allanó el camino. Cuando las opciones son el futuro lejano e incierto o una diversión inmediata, la elección para una adolescente resulta bastante obvia.Mi padre, con su manía de aleccionarme sobre la importancia de las decisiones, me dio un ultimátum: o tomaba la audición o no volvería a tener otra oportunidad.
—Puedo audicionar el año próximo —objeté.
Pero él se negó rotundamente a pagar mi colegiatura.
—Tienes que aprender que somos el resultado de nuestras decisiones. No puedes echar por la borda tantos años de trabajo con el chelo, tu evolución, tu talento, solo por un viaje, por una diversión frívola e inútil.
Pero a pesar de mi corta edad, era tan terca como él, tan caprichosa como solo una adolescente puede ser y me rehusaba a ceder a su chantaje. Me fui de viaje con mis mejores amigos y abandoné el chelo para siempre.
Pero nunca más gané un concurso literario. Ni siquiera me atrevía a enseñarle a nadie los relatos que escribía, por considerarlos pobres y simplones.
Los dos caminos que creía tener se fundieron hasta desaparecer. No exploté ninguno de mis talentos, los desperdicie por un capricho infantil y al terminar el bachiller me encontré perdida.
Ya no quedaban restos de mi inflada vanidad, el ego se había estrellado contra la realidad de la vida y ya ni siquiera tenía confianza en mí misma. Por eso, por una vez decidí escuchar a mi padre y estudiar administración de empresas, guardando los viejos sueños en la gaveta y decidida a crecer y a madurar.
Pero la madurez vino de la mano con el hastío, con la infelicidad, y no era eso lo que quería para mi vida.
Necesitaba la pasión que te hace querer tanto algo que no consigues pensar en otra cosa, necesitaba disfrutar lo que hacía, sentirme feliz de nuevo, y que la forma en que me ganara la vida no fuera un "trabajo".
Odiaba que el tiempo le diera siempre la razón a papá, y que cada vez que discutíamos terminara reconociendo internamente —aunque jamás lo dijera en voz alta— que estaba equivocada.
Pero esa vez, más que la simple molestia por perder un argumento, sentía miedo, un miedo atroz de que también llevara razón en su pronóstico, y que por mi indecisión, terminara convertida en una mediocre, que la chica que tenía tantos "dones", no pasara de ser alguien corriente, que ama infructuosamente tantas cosas, sin ser capaz de destacar en ninguna de ellas.
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Amor Estival
RomanceValeria es una chica con muchos talentos. Ama escribir, toca el chelo y además estudia administración de empresas en la Universidad. La carrera no es su verdadera vocación, pero no se decide a abandonarla. El último verano antes de concluir la Uni...