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Si tienes miedo, corre” – la voz de mi madre resonaba en mi cabeza.

Cuando tenía aproximadamente 7 años, una chica de mi clase fue secuestrada a la salida de la escuela. La historia conmocionó a la ciudad durante muchas semanas. Afortunadamente, todo terminó bien y la niña pudo regresar con su familia, aunque el trauma la perseguiría toda la vida.

Mi madre tuvo entonces una conversación muy seria conmigo. Me sentó y además de todas las indicaciones que ya conocía que me prohibían hablar con extraños, me dio otro consejo.

—Cuando sientas que algo no está bien, cuando te sientas incómoda cerca de alguien, cuando tengas miedo, corre. Aléjate lo más rápido que puedas. Busca a alguien de confianza, ve a un lugar seguro. Pero no esperes a que algo malo ocurra, si lo sientes aquí —tocó mi pecho—, corre.

Y corrí, corrí sin mirar atrás, huyendo de mí misma. Corrí por el pasillo interminable de aquella clínica, vistiendo la bata azul que no conseguía ocultar mi vergüenza. Corrí, enloquecida, provocando el asombro y el pavor a mi paso, olvidando mi ropa, mi bolso, olvidando todo, excepto que debía salir de allí.

La enfermera había sido muy amable. Con palabras dulces, me había instado a cambiarme y a recostarme relajada en la camilla.

—Todo terminará pronto —me había dicho con una sonrisa maternal—. Tranquila, no te dolerá —me aseguró.

Pero ya me dolía.

Me dolía en el pecho. El corazón me latía muy rápido, como si estuviera cayendo por un desfiladero, una caída sin final, y el miedo, el miedo a estrellarme contra el vacío, me sobrecogió. Cerré los ojos, buscando la calma que me pedía la amable enfermera, pero al cerrarlos, vi en rojo.

El rojo del vestido de noche que había llevado Clara, en el cóctel, se convirtió en sangre.

Sangre que salpicaba mi cara, las paredes, mi inmaculada bata azul. Busqué el origen de la sangre, en medio de mi alucinación febril, y vi que provenía de mí, de mi interior, un chorro salía disparado con una presión extraordinaria de mi útero, manchándolo todo, dejándolo todo irremediablemente sucio.

Abrí los ojos y dejé de ver. Solo veía la sangre. Solo escuchaba mi corazón desbocado. Solo sentía el miedo.

“Si tienes miedo, corre” —me había dicho mi madre. Y eso fue lo que hice.

Crucé el umbral de la entrada, sin reparar en los gritos de la recepcionista, que no pude definir si estaba preocupada por mi estado o solo quería evitar que me robara la bata. Había perdido todo sentido de orientación o de realidad. No sabía dónde estaba o quien era. Perfectamente, pude ser atropellada en medio de la histeria extrema en que me hallaba.

La colisión, en cambio, me salvó la vida.

—Es un mundo pequeño —le había dicho una vez y no pude estar más acertada.

Tardé al menos dos minutos en ser capaz de comprender que el chico con el que había chocado y que me sujetaba tratando de calmarme, era Ángel.

Mi Ángel.

Que aparecía siempre en los momentos justos.

Cuando mis desorbitados ojos enfocaron su cara, me quedé inmóvil, dejé caer los brazos al lado de mi cuerpo, sin fuerzas, y mirándolo desamparada, le rogué.

—¡No quiero matar a mi hijo! —Su rostro palideció de sorpresa. Un montón de cosas debieron pasar por su mente en ese instante, sin embargo, no dijo nada. Solo me abrazó.

Escuchando su corazón, logré calmar al mío, acompasarlo a aquel ritmo más tranquilo. Dejé de ver la sangre por todas partes. Regresé a la realidad.

Minutos después, me encontraba en una especie de oficina. De alguna manera, Ángel había logrado recuperar mi ropa, y mientras me cambiaba, lo escuchaba susurrar, al otro lado de la puerta, con lo que adiviné sería una enfermera.

—¿Cómo lograste encontrarme? —le pregunté una vez que me hube cambiado y tranquilizado un poco.

—No lo hice. Fue el destino, que se empeña en cruzarnos. Supongo que aún nos necesitamos el uno al otro. —Me regaló una sonrisa melancólica.

—¡Siento tanta vergüenza! —Cubrí mi cara con las manos—. He dado un espectáculo lamentable. Debo haber parecido una loca corriendo por la clínica.

—No te preocupes por eso —me tranquilizó—. Lo importante es que tú estés bien. Dime que puedo hacer por ti. ¿Necesitas que llame a alguien? ¿Te llevo a casa?

—No, a casa no. —Andy estaba aún quedándose conmigo. Tampoco podía ir a casa de mi padre, no en las condiciones en que me hallaba—. La verdad es que no tengo a donde ir —dije, sintiéndome más sola y perdida que nunca.

Él me miró con una ternura compasiva.

—Yo conozco un lugar donde puedes estar. —Lo miré, confundida.

Él se limitó a tomarme de la mano y guiarme, como había hecho la noche que nos colamos en la piscina.

En el estacionamiento, al lado de la camioneta de Ángel, estaba la enfermera que me había atendido, portando la misma sonrisa amable y maternal. Temí que estuviera allí para reclamarme por mi comportamiento, o peor, para dar cuenta de lo ocurrido a mi padre.

—Mamá, Valeria vendrá con nosotros a casa, ¿está bien?

—Claro, cariño. ¿Ya te sientes mejor? —se dirigió a mí con dulzura.

Su madre. Era su madre. La vergüenza que ya sentía se multiplicó y sentí mi cara arder.

—Si, lo siento por lo de antes —me obligué a responder—. Yo… no sabía lo que hacía.

—Tranquila, no tienes que disculparte. Es una decisión que hay que pensar muy bien y que nadie debería enfrentar solo —dijo, adivinando que cargaba con ese secreto por mi misma—. ¿Te gusta el pollo? —cambió el tema, notando mi tristeza.

Yo asentí, sin saber que más hacer.

Si hubiera podido, hubiera rechazado la invitación de Ángel. Sentía pena con su madre, no quería mostrarme en aquel estado a su familia. Pero prefería que me vieran así ellos, que no me conocían, a que lo hicieran mis seres queridos. De estar frente a mi padre, Claudio, Andy o Robert me hubiera derrumbado, no hubiera podido controlar mis sentimientos. Necesitaba aclarar mi mente, para ser capaz de hablar con ellos después.

En aquel momento, un territorio neutral era lo que necesitaba.

La casa de Ángel era pequeña pero acogedora. Olía a hogar, a familia. En el jardín, estaba jugando Sara. La pequeña dio un salto y saltó a mi cuello, nada más verme. Su madre la regañó por sus modales pero ella no se dio por enterada. Se puso a parlotear, alegre, mostrándome sus juguetes. Un hombre canoso, de ojos vivarachos, llegó entonces, cargando unas bolsas. Besó a la enfermera y supe que era el padre de Ángel.

Yo estaba aturdida aún. No conseguía reaccionar apropiadamente a los saludos y preguntas que me hacía aquella familia, pero el bonito cuadro que formaban me resultaba agradable. Ángel percibió que me sentía aturullada ante tanta atención y me rescató del cerco familiar.

Sara nos seguía a todas partes como un cachorro y Marta, que así se llamaba la madre de ambos, tuvo que pedirle a la niña que la ayudara con la cena para lograr que nos diera algo de privacidad.

—Tu familia es encantadora —le dije a Ángel, mientras observaba los trofeos que llenaban su cuarto.

—Son un poco parlanchines y entrometidos, a veces, pero son lo máximo. Se ve que tú les has gustado mucho.

—No lo creo —dije, bajando la mirada—. Al menos a tu madre, no le he dado la mejor primera impresión.

—No seas tonta. Mi madre es un sol. Ella no te juzgará por lo que ha pasado hoy. Ni yo lo haré —aclaró, percibiendo mi incomodidad. Yo me revolví nerviosa—. No tienes que contarme nada. Solo quiero que te sientas mejor.

—Gracias —le dije de corazón.

—¿Quieres ver una película? —Yo asentí y la tensión entre nosotros cedió.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora