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7 de junio.

Cada vez que volvía a casa sentía como si estuviera realizando algún rito sagrado. La magia brotaba de los recuerdos que evocaba cada rincón. La silueta de la calle, los baches familiares aquí y allá. El color impertérrito de la fachada, siempre del mismo tono salmón.
La casa parecía abandonada en la calma de la mañana, y el peso del silencio aumentaba el misticismo. Automáticamente, me transporté a mi infancia.

Mudarnos a Barcelona fue una de las decisiones más acertadas que tomara mi padre. La vida agitada de Madrid nunca me había gustado. Barcelona, en cambio, siempre me pareció una ciudad mágica. Me encantaba la arquitectura, la belleza en cada rincón, la cercanía del mar.

Tal vez, influía en mi preferencia, el saber que allí había nacido mi madre. De alguna manera, al establecernos en la ciudad, me sentía más cerca de ella.

Y siendo una niña, agradecía el espacio de la nueva casa y el jardín.

Cuando nos mudamos, era demasiado tímida y aún estaba demasiado triste para hacer amigos, pero me pasaba horas enteras jugando sola en el jardín. En él, mi imaginación volaba de una manera maravillosa, ideando historias fantásticas, en las que era la reina de las hadas del bosque, o la mujer hoja, o la princesa de las flores.

Sonreí al recordar todas las aventuras que viví en esos pocos metros cuadrados de hierba y arbustos.

Y luego, cuando Claudio fue un poco mayor, lo arrastré a mi encantador y seguro mundo de fantasía. Él era el compañero perfecto. Me miraba asombrado, con los ojos marrones más enormes que nunca, al escuchar mis disparatadas historias. Jamás dudaba de las maravillas que yo le aseguraba, existían en nuestro jardín y juntos lo explorábamos durante tardes enteras, absortos en nuestra mágica realidad privada, tratando de descubrir a las hadas o escuchar hablar a los insectos.

Atravesé el salón, deteniéndome solo un momento para observar la foto de mamá que descansaba en la pared, sonriente y hermosa. Mirarla me confortaba como pocas cosas pueden hacerlo. La penumbra que reinaba en el hogar me aseguró que aún todos dormían en casa.

Sin pensarlo, me dirigí al cuarto de Claudio. La oscuridad me hizo tropezar con lo que adiviné, eran juguetes desparramados por el suelo. Encendí la lamparita de noche y lo observé unos minutos, escuchando su respiración apacible y sintiendo la adoración que brotaba de cada poro de mi ser hacia esa personita especial.

Me acosté a su lado y disfruté por unos instantes de ese lugar seguro. Los rizos castaños le tapaban los ojos, acaricié con cautela su mejilla para no despertarlo y le quité el mechón de la cara, dejando al descubierto los grandes párpados, coronados de largas pestañas, que cubrían los inquietos ojos, que incluso en sueños, no paraban de moverse. Recorrí con el dedo las pecas que salpicaban su cara y sin poder contenerme más, besé la punta de su nariz, en un arrebato de dulzura.

A diferencia de mí, Claudio tiene el sueño muy ligero. En seguida despertó y me iluminó con el rayo café de sus ojos, haciéndome aflorar una lagrimilla de emoción.

—Buenos días, sabandija.

—¡Val! —gritó, antes de arrojarse sobre mí en un abrazo arrollador.

Media hora después de una cariñosa guerra de cosquillas, de besos y de risas, desayunábamos en el comedor junto a papá.

—Me sorprende mucho que hayas decidido retomar el chelo después de tanto tiempo, Val —me decía mi padre con su natural tono desaprobatorio—. Creí que ibas a trabajar de cajera, no de músico.

—Y así es, papá. Esto fue algo que improvisamos a último minuto para animar un poco el evento de esta noche —le expliqué. El ceño de mi padre se acentuó.

Amor EstivalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora