El cuerpo cae desde lo más alto del árbol al suelo, su espalda impacta contra la tierra, la hierba acaricia con timidez su empapada ropa, que pierde el aliento en ese mismo instante. Sus brazos rodean las costillas mientras se retuerce de dolor y mira el cielo lleno de estrellas, colocadas como flores en un campo.
Suspira y echa su cabeza hacia atrás, apoyándose en el lecho que había formado. Observa su entorno, el cielo, los árboles... Todo en silencio.
Las ramas de estos se balancean con parsimonia con el son del viento para agitarse violentamente en tan solo un segundo, llamando la atención de la muchacha que, con un giro a su derecha esquiva el ataque que desciende desde el cielo.
Un nuevo individuo se presenta en la escena, su cuerpo está tenso y sus ropas también están mojadas. Mira a su enemigo con la ardiente ira que surge desde lo más profundo de su corazón, pero su adversario ni siquiera le tiende la mirada, solo se limita a correr, a huir de aquel nuevo atacante.
一¡No huyas, me lo debes!— exclamó al aire el muchacho de cabello caoba y plateado.
Pero el chico, como un ciervo herido que lucha por sobrevivir, ni siquiera escucha las palabras de este, solo piensa en la tétrica luz que le persigue y le recuerda que está en peligro.
Tras un par de minutos de cacería, el cazador se encuentra con la presa en un pequeño lago rodeado por árboles. Saca sus dos puñales de los bolsillos ocultos en su gabardina y apunta directamente al animal acorralado, aprieta con fuerza la empuñadura, clavando sus dedos en el tope de esta.
—Esta vez no dudaré— gritó el cazador recalcando cada palabra.
—Lo sé— el mar en calma que era su voz se perdió entre la foresta.
El ciervo, tras haber barajado todas sus posibilidades, saca un puñal de su pantalón. Adopta una postura defensiva que provoca una mueca retadora en su adversario, que le enseña sus armas con orgullo.
—Ven... Ha llegado tu final.
Una lágrima resbala por la mejilla del ciervo justo antes de cargar velozmente contra el cazador. Este, que ya estaba esperando aquel movimiento, detiene, con el filo de una de sus hojas, la daga de su atacante, aprovechando su velocidad para rotar sobre sí mismo y convertir su defensa en un feroz ataque.
El ciervo consigue esquivar el mordisco de su depredador, que utiliza la agilidad y elegancia propia de un zorro para volver a atacar con un punzante zarpazo que, afortunadamente, consigue defender con su cornamenta, la cual atraviesa la piel cercana a la pelvis de este, que se retuerce de dolor en un intenso gañido.
La pelea continúa, sus acciones se difuminan en un subtono carmesí que inunda el lugar, como una cacería que jamás termina y que forma parte de uno mismo.
