Prólogo - Parte II

320 17 0
                                    

No sé quién de los dos disfrutó más el viaje, si mi hermano o yo. Pero por una vez, voy a barrer para casa y decir que lo que me pasó a mí con este viaje no tiene punto de comparación. Ni podía ser pura casualidad. El destino me trajo hasta aquí por una razón: para conocer a la persona que puso mi mundo patas arriba.

Japón siempre me llamó la atención, pero jamás pensé que pudiera llegar a conquistarme en cuanto pisé su territorio. Conocía cosas sueltas de la cultura, lo justo que salían en los animes que me veía de vez en cuando, y siempre la veía en en mente como una ciudad con gente que no paraba de amontonarse, yendo de un lado a otro estresada con mucho ruido de fondo. Pero no sabía lo que escondían sus rincones, sus locales, su comida y sus paisajes. Fue una experiencia muy enriquecedora. Hasta mi madre, que siempre se ha mantenido firme en que las tradiciones de casa eran las mejores de todo el planeta, terminó admirando los aires de aquí.

O quizás lo terminó aceptando porque por fin, después de tanto tiempo que para ella habrá pasado como una eternidad, su hija volvía a tener un brillo de felicidad en la mirada.

El viaje me sirvió como vía de escape. Aquí nadie me conocía de antes, así que, ¿para qué preocuparse? Era la primera vez en mucho tiempo que no sentía esa presión constante en el estómago ni las miradas sobre mis hombros. Me sentía libre. Y aunque fuera por poco tiempo, iba a permitirme ser egoísta y darme este capricho de ser feliz.

Visitamos varias ciudades como Osaka, Kyoto o Nagano. ¡Y a cada cuál más bonita! Dejamos Tokyo para el último día, para coger desde allí el vuelo de vuelta a casa a la mañana siguiente. Aquel día, nos pasamos todo el rato en la calle, incluso por la noche. Paseábamos sin rumbo fijo por la ciudad mientras admirábamos la inmensidad de la vida cosmopolita, haciendo paradas en parques o en locales para comer. Y por la noche, decidimos entras a uno de los pocos sitios que nos quedaba por descubrir dentro de la cultura: un bar karaoke.

Si os soy sincera, antes de entrar, tuve una sensación extraña. Aquel era un local para ir a cantar, y hacía tiempo que no iba a ningún lugar cerrado donde se cantase. Pero mi resentimiento por la música estaba que trinaba tanto dentro de mí que hasta me daba dolor de cabeza. Tenía que entrar sí o sí.

¡Menudo ambiente había dentro! Y no solo lo digo por la cantidad de gente sino también por lo bien que se lo estaban pasando todos allí dentro. Yo pensaba que ese tipo de bares te metían en salas por grupo, pero al ser nosotros 3 personas y los grupos eran a partir de 6, decidieron meternos en lo que llamaban la sala común. El camarero que nos atendió nos llevó hasta nuestros asientos y, mientras que mis padres pedían algo para beber y picar, analicé la sala.

Esta zona del local estaba dispuesta de forma circular con las mesas orientadas hacia el centro donde se situaba un pequeño escenario con un micro de pie, un atril y un televisor, seguramente por donde se podía seguir la lente. Nosotros estábamos no muy lejos de ese epicentro.

Inconscientemente, sonreí con nostalgia...

Mis padres me apuntaron a coro con 6 o 7 años. Parece ser que la costumbre de ir canturreando por todas partes me viene desde pequeña. Incluso mi madre tenía sus dudas sobre qué aprendí antes, si a hablar o a cantar. Pero bueno, siempre agradecí que me apuntaran a clases de canto porque supieron ver lo que me gustaba y que pudiera pasar tiempo haciendo algo que disfrutaba. Y tuve la suerte de poder potenciarlo con el tiempo. Pasé largas tardes que para mi se me hacían cortas en el conservatorio cantando y disfrutando. Hasta aprendí cosas que no esperaba aprender, pues es obligatorio tocar al menos un instrumento si quieres seguir allí. Yo escogí la guitarra. Tenía un alma rockera.

Bueno, en verdad escogí otro antes, pero eso ya lo descubriréis más adelante.

Así pues, pasé mis días en aquel maravilloso sitio hasta los 14 años, que fue cuando empecé por perder el interés en todo, por voluntad propia y ajena a la vez. Y ahora, me encontraba en un karaoke, cinco años después sin entonar ni una sola nota ni tocar un mísero acorde. Porque ya me dejaron claro que no valía para nada. No tenía por qué hacerlo pasar mal a la gente con mis tonterías.

Caprichos del destino (ElRubius y tu)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora