• II ~ La Yegua Abanderada •

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"Yo solía ser un aventurero como tú, hasta que un día me hirieron en la rodilla con una flecha."

Guardia.


Mert Al-Hassan
Carrera Blanca

El camino hacia Carrera Blanca ha resultado más tedioso de lo que pensaba que sería. Propicio para meditar y encontrarme a mí mismo tal y como dije a mis compañeros que haría; pero lo cierto es que prefiero por mucho perderme junto a mis felinos amigos, abandonándonos a la música, la jarana, y el dulzor del aguamiel. La tundra parece no tener fin; se mece como una marea verde al viento, al punto en que casi consigue marearme, y la quietud me despierta una curiosa ansiedad, pues siento que cualquier cosa podría atacarme desde cualquier dirección. Tal vez me he acostumbrado demasiado a viajar en grupo y a confiarme de los agudos sentidos de mis compañeros, capaces de percibir la amenaza a una distancia mucho mayor a la que yo podría jamás captarla. Sin embargo, me siento un poco más seguro sobre mi caballo. Cabra está tan hastiado como yo con el viaje, pues no cesa de resoplar en protesta sacudiendo la cabeza y latigueándome las manos enguantadas con las bridas:

—¿Crees que esto me hace mucho más feliz a mí que a ti? Claro, como tú misión en la vida es masticar hierba en lo que otros sufrimos las inclemencias de la vida. Como mucho podrías resignarte a llevar mi trasero sin quejarte tanto, ¿no?

Cabra vuelve a resoplar, moviendo las orejas en señal de que me está escuchando. Nunca he sabido hasta qué punto es capaz de entenderme, pero me hace sentir menos solo poder hablar con alguien, aunque ese alguien sea un equino.

Tras lo que parece un camino sempiterno, finalmente la distingo a lo lejos; la ciudadela de Carrera Blanca, recortada sobre las nubes del fondo como el diseño de un tapiz. No hace mucho que la habíamos dejado atrás mi caravana y yo, y ya la tengo otra vez frente a las narices. Dro'Rakhad dijo que me convendría rodear Carrera Blanca para encaminarme a Paraje de Ivar en vez de ir por las montañas —lo cual hubiese resultado más excitante—, pero no dijo nada de que no podía detenerme en la ciudad a tomar un descanso. Un descanso y un buen trago.

—Ya queda poco, amigo. Heno fresco para ti, una bebida fuerte para mí —le digo, acariciándole el costado de la cabeza con un par de palmadas—. Sabes que te invitaría a un trago, pero dudo que te dejen entrar en una taberna; y además los caballos no beben aguamiel.

Tuerzo una sonrisa con mi propia broma. Es curioso que no pueda beber aguamiel con mi caballo cuando beber con un grupo de gatos fue lo que me puso en esta situación.

Los vientos trayendo el frío gélido desde las montañas que coronan la tundra de Carrera Blanca y que desaparecen en el abismo del horizonte me traen el recuerdo de la voz en mi cabeza. Las montañas nevadas de la Garganta del Mundo... Hielo. Pero, ¿y el fuego?

Cuando llego a la ciudad, bien entrada la noche, después de dejar a Cabra a cargo del corralero del establo a las afueras de las murallas, me interno por el camino cruzando el puente levadizo que conduce a la entrada de hoja doble a la ciudad y allí pido paso a los guardias. Normalmente, cada vez que hemos parado en ciudadelas fortificadas, me ha tocado admirarlas sólo desde fuera, pues me sabe mal entrar como si nada, dejando atrás a mis compañeros, marginados por las leyes estúpidas que prohíben su presencia en el interior de las ciudades. Pero supongo que esta vez no haría daño entrar. Recuerdo haberlo hecho la primera vez, hace mucho tiempo en compañía de mi padre y luego un par de veces más junto a mis compañeros durante misiones, o las veces en que he llegado a viajar solo. Hace casi un año desde la última vez y empiezo a sentir ansias de cruzar pronto de nuevo sus puertas y ver qué ha cambiado dentro.

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