Prólogo

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Prólogo

Un coche rojo que volaba, y planeaba por encima de los nubarrones. No era un vehículo mágico, ni un hechizo que hiciese que éste se alzase, ni un medio de transporte vivo ni nada similar. A plena luz del día se lucia el Toyota aparcado en la acera. Era un anodino coche en el que ningún transeúnte se fijaba, hasta que planeó peligrosamente sobre la ciudad. Se percataron de las construcciones del hombre cuando volaron por encima de sus cabezas. No se daban cuenta del peluquín de un Don Juan que les seguía el vuelo. Ni de los árboles que antes decoraban las aceras. Sino de las hélices de los molinos eólicos, las pesadas tejas, las gruas de los rascacielos, las colas de los trenes y los cimientos de toda la arquitectura pretenciosa que eran impulsados por un viento sobrecogedor. Los elevaba con total facilidad del suelo como si de livianas plumas se tratase. El vendaval y el desastre escenificado giraban en grandes círculos formando un grotesco torbellino de objetos pesados. Arrasando los terrenos por donde pasaba y llevándoselos consigo para alimentarse y aumentar de tamaño cada vez más y más...

Llegaba a alcanzar tales dimensiones que desde otras localidades se podía vislumbrar la fantasmagórica escena. Se sentía en el aire las palpitaciones del viento enfurecido, o quizás eran las palpitaciones desbocadas de todos los ciudadanos ante la inminencia. El terror se propagaba más rápido que la peste, pero no tan rápido como el torbenillo. Creció hasta perder la forma de un cono inverso creándose una masa de proporciones uniformes, o puede que no tan inespecíficas... pero nadie iba a tener tanta curiosidad como para quedarse quieto para comprobarlo.

Tiraba de los árboles arrancándolos de sus raíces con la facilidad con la que un niño desarraiga la hierba a puñados, las farolas y postes eléctricos se desplomaban como fichas de dominó, una detrás de otras a causa del tendido eléctrico por el que estaban comunicados. Las losetas de las calzadas eran absorbidas como lo hace una aspiradora produciendo estragos en los cristales de escaparates, ventanales y vehículos.

Los gritos rechinaban extendiéndose por la ciudad y el pánico los volvía completos animales que les incitaba instintivamente a unirse a la enloquecedora avalancha para la huida. Se lanzaban a la calles empujándose y pisándose, todos querían sobrevivir aunque la culpa ahora inocua se quedara con ellos. Los claxons hacía tiempo que habían dejado de tensar el habiente, los coches habían quedado abandonados entre atascos y gente atropellada. El poderoso viento estaba causando la mayor desastre nunca presenciada, pero el miedo infundido en los habitantes no se quedaba atrás. Vehículos estrellados, comercios asaltados, personas muertas por las avalanchas... En la ciudad únicamente se escuchaba el caos. Mentras, a las afueras los sollozos sonaban como ecos lejanos silenciados por el estruendoso torbellino.

Huyendo de su destino los desafortunados espectadores escapaban despavoridos llevando en brazos como única posesión de gran valor a sus hijos, y el ineludible miedo. Ese terror que les acosaba fueran donde fuesen y que les abrigaba todo el cuerpo hasta alcanzar cada órgano de su ser haciéndolo latir al ritmo de las palpitaciones en los oídos y la adrenalina circulando por la sangre a toda presión. Esa sensación que aísla de todo el mundo, que vuelve todo incoloro e insignificante, con imágenes vertiginosas y difusas, confundiendo de tal manera que hace dudar sobre la veracidad de lo que los ojos están viendo. Los pasos diminutos que quedaban a los pocos minutos barridos por el gran huracán.

Con la mano en el pecho, una mujer asiática se detuvo en seco para tomar aliento. No por el cansancio, no era sofocación lo que la detuvo sino un presentimiento. Se limpió el sudor que le deslizaba por la frente y se apoyó en la rodillas para no perder el equilibrio. Temblaba como una hoja en otoño, pero a nadie le importaba, los habitantes pasaban a su lado levantando polvo y gritos ensordecedores. Sentía algo más fuerte que el terror que infunda un fenómeno metereológico de tal magnitud, sentía algo que la sobrecogía en las entrañas, presentía que irracionalmente había algo más. Se giró sobre sí misma y observó como su alto edificio era absorbido cimiento a cimiento. Alargó su mano intentando alcanzar lo inalcanzable, y su vista se tornó borrosa y confusa. Cerró la mano en un puño y pestañeó fuertemente derramando lágrimas de dolor. Con un ensordecedor alarido se dejó caer de rodillas dañándoselas. El cuerpo se le estremecía en convulsiones completamente anómalas al miedo. ¿Qué la estaba sucediendo? Sabía que debía huir, pero algo la aferraba a quedarse, una especie de fuerza tiraba de ella enraizándola a la tierra.

Las lágrimas descendieron por sus mejillas tiñéndose de marrón por el polvo. Sabía que debía aguardar, así que levantó la vista para contemplar el aspecto esquelético que presentaba uno de los edificios que estaba siendo engullido.

Pero de repente, como por arte de magia el torbenillo cesó su paso. Los habitantes no se quedaron expectantes a contemplar lo que podría suceder a continuación; sólo la mujer aún de rodillas miró desafiante al impotente torbenillo cuyos vientos aún giraban como una peonza con cientos de objetos rotos. Había esperado su final

Pero este no llegó. Tan rápido retrocedió por el mismo camino por el que había llegado, como si alguien hubiera pulsado el botón de retroceso de un DVD y retrocediese la escena a tal velocidad que parecería una mala jugada de la imaginación humana. Allí en el lugar que había aparecido esporádicamente, desapareció.

Pero aunque el fenómeno dejara de existir, los destrozos no se habían ido con el huracán, ni los vehiculos habían vuelto a sus plazas de aparcamiento. Ni el miedo, ni todo lo perdido. Sólo quedaba en pie la mirada perdida de la mujer. Pálida procesaba la respuesta a la sensación que tuvo, y desconcertada permaneció expectante su regreso. Aunque con ello trajera más desgracias, aún necesitaba más precisión en las respuesta.

Estaba claro para la mujer, que no era un fenómeno meteorológico imprevisto por los meteorólogos. Iba más allá de la lógica humana, lo nunca sabido estaba apunto de salir a la luz. Era tan inverosimil, tan irracional como un natural roce de un dedo con otro, uno de tacto suave y otro algo áspero por las temperas secas en su yema. Se desconoce, lo desconocen, pero una generó un viento frió y pesado, mientras que el otro dedo un aire cálido que al tocarse generaron el choque de ambas masas de aire que empezaron a girar. Un roce delicado, intrascendente y casi imperceptible por ambas personas; pero que provocó sin motivo científico la catástrofe.

Iluminando la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora