Capítulo 1

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   La noche había caído sobre la empedrada ciudad de Dögrath, la capital del reino de Nossantra. La ciudad permanecía silente, muda. No había nadie en las calles, a excepción algunos maleantes que se reunían para vender mercancías de cuestionable legalidad. Las luces de las tres lunas hacían sombras siniestras sobre las piedras grisáceas de la calzada que conformaba las calles.

En el centro de Dögrath se alzaba imponente el enorme Bastión de los Susurros; un castillo negro tan grande que podría albergar a todos los habitantes de la capital. Era una auténtica obra de arte: construido en piedra y recubierto en su totalidad de azabache; sus almenas poseían horrendas gárgolas que parecían cobrar vida con la caída del sol; pero lo que más llamaba la atención eran sus amplios rosetones y ventanales que proveían de luz natural a las entrañas de aquel titán. En las cúpulas de su interior estaban grabadas centenares de runas cuyo significado había caído en el olvido hacía siglos. Sus largos pasillos solían ser recorridos por el Rey Sin Cadenas o por cualquiera de sus consejeros cuando iban de un lado a otro del Bastión. También tenía anexas varias torres que servían de cuarteles para el ejército y sus familias; y un amplio edificio blanco hueso donde se realizaba el culto a los dos dioses: Turanth y Dwayna, los dioses de la muerte y la vida, respectivamente.

Desde la cima de la Torre Mayor, se podía contemplar toda la capital y casi toda la provincia de Fertalia, además de las crestas nevadas de las Montañas Aulladoras y el siempre rojizo Mar Carmesí. Cuando no había niebla el día era claro, podía contemplarse el gigantesco volcán de la Isla del Dragón Durmiente en mitad del mar.

Kräke Begravelse tenía la mirada perdida en el horizonte, no observaba nada concreto sino que, por el contrario, contemplaba todo cuanto se extendía ante él. Parecía estar buscando algo, siempre lo parecía. Tenía clavados sus ojos azul hielo en la verde espesura salpicada de desniveles que se extendía ante él. Sus cabellos negros, aunque recogidos en una coleta y cuatro trenzas, eran mecidos por el viento nocturno. Era un hombre de espalda ancha y cuya sola sombra imponía. En el lado izquierdo de su cinto colgaba una espada envainada, llamaba Nocta Hemata que sólo desenvainaba como último recurso. Pocos eran los que habían tenido ocasión de contemplar su filo, pero ellos ya no podían relatar su aspecto. Los muertos no hablan. Lo único que dejaba a la vista era la empuñadura, y sólo ella te tentaba a jugarte la vida a fin de poder ver la hoja.

Kräke cejó en su búsqueda al oír que la puerta que conducía de nuevo al interior del Bastión se cerraba con un sonoro portazo, fuera quién fuese, quería ser oído. El hombre de los ojos azul hielo se giró y escondió su sorpresa al ver quién era su nocturno visitante: Nagan Smarrin, Capitán de su Guardia Real, y más importante aún, leal amigo. Nagan pasaba los cuarenta años con creces, la vida le había maltratado más que a nadie en toda Fertalia y probablemente en todo Nossantra. En su cabeza casi no quedaba pelo y el poco que tenía era completamente blanco; tenía una lesión mal curada en la rodilla, perdió un ojo cuando aún era un niño y casi pierde el brazo el año anterior por una simple herida de flecha mal tratada. Por no hablar de los tres hijos suyos que murieron al poco de nacer y un cuarto que se suicidó gritando: «No dejaré que el fantasma se coma mi alma». Por alguna razón los dioses le odiaban.

Nagan se acercó a Kräke y le hizo una reverencia.

—Majestad, siento molestarle, pero traigo noticias desde la provincia de Ustat —dijo con cierta emoción en la voz. 

 —¿Qué dicen esas noticias para que hayas acudido en mitad de la noche y a la carrera en mi busca? —preguntó Kräke arqueando una ceja. Se había percatado de que Nagan aún no había recuperado el aliento. 

 —Tan observador como siempre —concedió—. Dicen que en el Bosque Negro han empezado a organizarse grupos de bandidos. 

 —Seguro que son paranoias como la última vez. Me es complicado creer que yo no me haya dado cuenta. —Se quedó meditabundo unos instantes y entonces añadió—: manda a uno de los Jinetes de la Plaga a ocuparse de ello. 

La Vigilia del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora