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Estaba sentada, en una camilla frente a un ventanal, con una vía venosa ubicada en mi antebrazo derecho. Sentía que todo giraba y saltaba a mi alrededor. Estaba mareada, perdida en los efectos de la enorme jaqueca que sofocaba a mi organismo. Una de esas jaquecas que te generan unas insoportables ganas de querer hacer explotar lo que queda de su cerebro. Hasta este último brincaba en todo su esplendor en el interior de mi cavidad craneal.

Suspiro. Lento y pausado. Tal cual como me refería MinGi durante las terapias de kinesiología que aún mantenía. Aún recuerdo sus palabras "relájate y piensa que estás en un hermoso abismo caribeño, con olas saladas mojando tus pies, despejando tu mente de aquellos páramos que solo buscan torturar tu ser". Era todo un filósofo Song MinGi.

Al frente mío estaba San. Sus ojos se posaban en aquel libro que estaba sobre sus manos. Al momento de dar vuelta cada página, era como una caricia a las hojas. De vez en cuando, su lengua trazaba sus apetitosos belfos color carmín.

Pero la pregunta era ¿Cómo llegamos hasta aquí?

Durante las últimas 3 semanas, todo iba viento en popa. Todo era de un hermosísimo color rosa pastel, en donde yo me encontraba sobre una nube de algodón. Un algodón blanco y esponjoso.
Pasaba momentos junto a mi madre. Ayudaba a WooYoung con sus trabajos teóricos sobre la danza y las artes plásticas, lo cual sinceramente encontraba sumamente divertido y hermoso. Jamás había visto el arte de la danza más allá de unos simples pasos, o técnicas para ejercer un giro o un voltereta. El arte de bailar era inspiración, sentimientos y emociones que florecían con cada movimiento y pincelada trazada a través del arte corporal.

En estas últimas semanas, YeoSang iba a casa a visitarme. Sus historias sobre su niñez o lo que sucedía últimamente en el hospital, eran como pan caliente a la hora del té. Me relataba todo con lujos y detalles, aunque arrasaba con los pasteles que últimamente preparaba junto a mamá. Según él, eran lejos la mejor preparación que había podido degustar. Pero ella, aquella mujer que me dio la vida e hizo todo lo que estuvo entre sus manos, era mi todo. Pasaba cada hora con ella. Intentaba con todas mis fuerzas y con lo que me diera la vida, el poder compartir cada último segundo, minuto u hora a su lado.

Lo que más extrañaría, sería su sonrisa. Aquella cálida y tranquilizadora sonrisa.

Mientras pensaba en todas aquellos recuerdos y memorias que daban un grato recorrido por mi cerebro, sentí que mi garganta comenzaba arder de una manera desesperante. Tragué duro, sabía que era lo que se avecinaba y me odiaría si es que llegaba hacerlo nuevamente, pero en este caso sobre mi ropa o mis zapatillas recién lavadas por mi hermano.

San me miró con sus ojos entre cerrados. Debía de suponer sobre que era lo que me estaba sucediendo.

-¿Cariño estas bien?

- Quiero vomitar- susurré bajito, a lo que él, colocándose de pie, salió de aquella sala velozmente.

Pero todo fue en vano, porque al minuto de su ida, vomite sobre el piso. Mi garganta quemaba. Mis ojos se encontraban llorosos y pequeñas lágrimas brotaban de mi lagrimal, mientras que arcada tras arcada se avecinaba una tras otra.

Llevaba más de dos semanas con lo mismo. Tras cada comida, vomitaba o las náuseas se hacían presentes. Incluso en la madrugada, pero sobre todo en las mañanas.

De pronto, unas manos acariciaban mi espalda, con movimientos circulares y latentes. Continuos y lentos. Me generaba cierta tranquilidad y una pequeña sensación de no estar sola en aquel instante.

Su aroma. Un aroma a Colonia masculina con un leve toque de pino me sacó de aquel trance. No era el aroma de San. Sannie olía a vainilla, en cambio este, era mucho más fuerte y territorial.

YOU (Choi San, ATEEZ).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora