Prólogo: Esto no es como en las telenovelas

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El tiempo en suspensión es sumamente aburrido. También es tortuoso si tu madre es bastante estricta, regañona y mandona, tal como la mía. No vi el final de los gritos y los golpes en cuanto llegué a casa.

––¡Primero vas y te peleas con otro en mitad de la noche! ––me gritaba mi madre el día en que el director de la escuela me había suspendido––. ¡Te encierran hasta la mañana en la estación y después logras que te suspendan de la escuela! ¡¿Qué fue lo que hice mal para que te volvieras así de vago?!

Por supuesto que no era nada más hablar. De cuando en cuando me tiraba manotazos, ya fuera en la cabeza o en alguno de los hombros. Esto para no dejar que me levantara del sillón hasta que acabara con su sermón, si es que a esa ensalada de agresiones se le podía llamar sermón.

––¡Cuando estabas en secundaria eras mucho más tranquilo! ¡¿Por qué te volviste así?! ¡¿Por qué no mejor te sales de la escuela y te pones a trabajar para que puedas hacer lo que te dé tu pinche gana?! ¡Malagradecido hijo de la chingada!

¿Por qué ella sí podía romper sus propias reglas? ¿Acaso no era tabú en casa decir groserías?

––¡No vas a salir de esta casa durante toda la semana!

Aquello fue lo último que me dijo y lo primero que desobedecí, el mismo día en que fui suspendido.

Desde luego no fue de manera honesta, pero lo cierto es que no quería pasarme la tarde ayudando en las tareas del hogar. Quería hacer alguna otra cosa más productiva, y por ello me refería algo que se encontraba fuera de los estándares de mi madre. Por tanto, mi parada fue la biblioteca pública. Eso sí, no me iba a parar a la escuela a saludar. Quería mantener mi orgullo.

¿Por qué iba a la biblioteca pública?

Durante el camino de vuelta a casa del lunes en que comenzó mi exilio escolar, experimenté una epifanía. ¿Qué tal si leía algo de poesía? En secundaria, en algún momento pensé que eso me serviría si quería encantar a alguna chica. Deseché la idea tan pronto me convencí que la tartamudez y la poesía no se llevan. Hay que tener cierto control de oratoria para lograr ese efecto romántico que se desprende de los poemas, y un tartamudo tratando de declamar es lo mismo que invitar a un calvo a la peluquería.

Por ello esperé hasta que mi madre se descuidara y salí casi de puntillas. Ya en la biblioteca, pensé en lo grandioso que sería tener a Noemí a mi lado. Seguro que ella tendría alguna buena recomendación para comenzar.

Suspiré y me encaminé hacia una computadora que funcionaba como fichero.

Luego de un rato de buscar, tomé cinco libros de la sección de Poesía, y a mitad de un verso escrito por Pablo Neruda, mi celular retumbó en la amplia sala de lectura. Había un par de personas en el otro extremo, las cuales apartaron la vista de sus lecturas para mirarme a mí.

––Perdón ––dije y me fui a esconder entre los estantes para contestar.

Estaba preparado para los gritos de mi madre.

––¿¡Qué chingados fue lo que hiciste?! ––me gritó de golpe una voz que no era la de mi madre.

Alejé un poco el aparato de mi oído.

––Debani, qué gusto saludarte ––saludé al volver a acercarme la bocina del teléfono.

––Déjate de bromas. ¿Qué mierda le dijiste al director de la escuela?

––Justo lo que tú no.

––¡¿Pero qué...?! ¡¿Acaso te volviste loco?!

––A lo mejor un poco. ¿Puedes culparme por ello?

La conspiración de la princesa renegadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora