Capítulo 1.- De mis días en el exilio (Parte 3)

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Se dice que uno ve toda su vida pasar frente a sus ojos cuando está a punto de morir. Yo no agonizaba ni mi vida se encontraba en peligro, al menos en un punto cercano a la muerte, pero en aquel momento de tortura, pude vislumbrar una oportunidad para zafarme de aquella brutal llave.

La chica a la que conocían como la Chola, vaciló un momento. Seguramente no era común para ella que alguien aguantara su agarre con tal de defender a alguien más. Quizás los hombres a los que ella había vencido no eran tan rudos como pensaba.

Su fuerza disminuyó por un par de segundos. Sólo eso, lo suficiente para que pudiera mover mi brazo hacia mi pecho, liberándolo de sus manos. Sorprendida por mi reacción, intentó apresarme de nuevo, pero, esta vez, respondí a su ataque. Aún de espaldas hacia ella, di un paso hacia atrás para empujarla. Gracias a eso, ella trastabilló, dejando su postura abierta el tiempo suficiente para darme la vuelta, sujetarla de las muñecas y acorralarla contra la pared.

––Bien, ahora tú vas a escucharme a mí ––dije, sintiéndome como todo un triunfador.

No obstante, me había olvidado que estaba tratando con alguien que era catalogada como delincuente.

––Ni madres. No te creas tan chingón ––gruñó ella y me asestó un rodillazo en toda la entrepierna.

En la jodida entrepierna...

No hay una forma exacta de describir el intenso dolor que supone un golpe intencional en esa zona. Lo que sí es un hecho es que me fallaron las piernas y toda mi fuerza se esfumó por completo. Dolía en verdad.

––No aguantas nada ––dijo ella, para luego patearme en la cara––. Mi abuela resiste los putazos mejor que tú.

Por supuesto. Seguro que su abuela era una especie de robot, porque no veía la forma en que una anciana pudiera aguantar semejante paliza de otro modo.

Adolorido de los testículos y la boca, intenté reincorporarme, pero aquella violenta chica me dio un puntapié en el estómago, con lo cual caí de cara al suelo de concreto.

––¿Ya tienes ganas de decirme dónde vive esa perra? ––preguntó la Chola, sin una pizca de amabilidad ni decencia.

No respondí. En lugar de ello, intenté ponerme a gatas, pero todo lo que conseguí fue retorcerme y toser un poco. Derrotado completamente por una chica que me causó más daño que otro hombre que me superaba en edad por al menos un año. Si ella era la exnovia de Villanueva, me encantaría preguntarle a ese malnacido cuál era el encanto que había visto en ella. Bien visto, el bastardo podía ser un fetichista del masoquismo y a mí no me parecería raro en lo absoluto.

––¿Te mordiste la lengua con tanto madrazo y ya no puedes hablar o qué? ––La Chola me pisoteó la espalda––. Si no me dices lo que quiero saber, acabaré por dejarte hecho polvo en mitad de la calle.

Y volvió a pisotearme.

––Te lo diré... ––dije, entre jadeos y justo cuando ella alzaba su pie para descargarlo sobre mí una vez más––, pero con una condición...

––No estás en posición de negociar nada, escoria ––apuntó ella, bajando la pierna con cuidado.

––Entonces no te diré nada.

Iba a golpearme de nuevo, pero estiré las manos al frente para detenerla.

––¡Es broma! ¡Es broma! ––chillé.

––No importa ––respondió ella––. De todos modos, iba a seguir pegándote.

¿Entonces qué maldito sentido tenía que le respondiera su pregunta?

La conspiración de la princesa renegadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora