Robert vino a cenar esa noche a mi casa. Después de la comida le rogamos a mi mamá para que nos dejara ir por un café al Starbucks que acababan de abrir en nuestro vecindario. A regañadientes nos dio permiso, bajo la advertencia de que volviéramos dentro de una hora. Debíamos aprovechar bien el tiempo que teníamos a solas. O al menos eso pensaba yo. Robert en cambio quería quejarse conmigo de su visita al campus de Berkeley.
Me habló de cuánto odiaba California, el calor y la idea de estudiar en el alma máter de sus padres y donde su papá era Decano. Lo mismo que siempre decía, pero aún así lo escuché con atención.
—Creo que me quedaré en Nueva York este otoño. La NYU es una buena opción —resolvió—. Tiene ingeniería informática después de todo. Aunque mamá quiere que le dé una oportunidad a Pasadena. Quizás lo haga.
—Sería perfecto si te quedas en Nueva York —le dije—, yo iré a Columbia así que...
Sorbí mi café con Skittles verdes adentro. Robert me imitó. Nos quedamos en silencio por un rato. A los dos nos ponía incómodos hacer planes para el futuro.
—Fresco —dijo al fin—, ¿ya llenaste la solicitud, Baby Jane?
Vacilé. Robert, con los brazos cruzados, meneó la cabeza. Maldije en mis adentros que me conociese así de bien; él sabía de mi tendencia a postergar las cosas que me daba miedo hacer.
—Hazlo —me dijo—. Sé de personas que solo llenaron una solicitud y luego nunca pudieron entrar a ninguna universidad. Entonces terminaron viviendo en la calle.
Meneó la cabeza. Con la vista perdida, estaba lejos de enfocarme en mi futuro académico. Le daba vueltas y vueltas a aquel mensaje que dejé en su contestadora el día anterior. ¡Ay no! Lo peor sería que lo hubiera escuchado su mamá.
—No me estás escuchando, ¿cierto? —resopló.
Lo miré fijo por medio segundo. Luego me fui encima de él matándolo a besos; era la única manera en que podía lograr que dejara de regañarme.
Los cafés, ardientes como nuestros cuerpos, se derramaron encima del tablero del auto. El suave sonido de nuestra respiración. El peso combinado de ambos al montarme en sus piernas logró vencer al asiento del conductor hasta que quedamos horizontales. Comencé a juguetear con la hebilla de su cinturón. Nos imaginé a los dos, como en aquella escena de Titanic, con los vidrios empañados haciendo el amor y entonces...
Estiró los brazos y me apartó con delicadeza. Confundida, lo miré.
—¿Pasa algo malo?
—No es eso. Es que escuché tu mensaje esta mañana y... —Se le escapó un gallo mientras hablaba.
Las mejillas encarnadas, apartó la vista. Cubrí mi rostro para contener un gemido de vergüenza.
—¿Es que no te gusto? —le pregunté con miedo.
Rodeó mis hombros con su brazo y acarició mi cabello.
—No es eso—. ¡Dios! Claro que me gustas y quiero hacerlo contigo. Pero no dentro de un auto. Incómodos, apretados... Eres muy especial para mí, Baby Jane, no quiero que nada malo pase.
Hice un pucherito y me recosté en su hombro.
—¿Entonces soy especial...?
—¡Dios! Sabes que sí, nena.
Sonreí.
—Entonces está bien.
Lo tomé del cuello de la chaqueta y lo besé de nuevo. Él también era especial para mí, pero su reacción me pareció extraña. Por lo general los chicos de esa edad están obsesionados con el sexo y Robert no era una excepción.
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En prosa o en besos [COMPLETA]
Novela JuvenilCuando Sabrina, una ingenua adolescente, desesperada por demostrar que es más que una cara bonita, toca a su puerta para pedirle un autógrafo, Isabella Riverz, la famosa autora, encuentra a la rata de laboratorio perfecta en aquel desastre rubio p...