Cuando Sabrina, una ingenua adolescente, desesperada por demostrar que es más que una cara bonita, toca a su puerta para pedirle un autógrafo, Isabella Riverz, la famosa autora, encuentra a la rata de laboratorio perfecta en aquel desastre rubio p...
Esa noche cayó la primera pieza de aquella serie de eventos que me llevaron hasta lo más oscuro de mi ser donde, como una princesa en la parte fea de su cuento, debía perderme para luego encontrar quién en realidad era.
Mamá tomó mi cepillo de la cómoda y comenzó a peinar mi cabello. Mientras tanto me explicaba sus motivos: amaba a Harry, había estado muy sola durante demasiado tiempo, era aún una mujer joven y necesitaba rehacer su vida. Que no tenía nada de qué preocuparme, porque papá siempre sería el amor de su vida y yo lo más importante.
—Sabrina Jane, di algo —me rogaba—. La última vez que te vi así...
Fue la mañana del funeral de papá cuando me halló sentada en el suelo hecha un ovillo sin moverme. Cuando al fin reaccioné, aventé todo lo que tenía a la mano contra los muros. Después me encerré en el baño y corté mi cabello con una tijera hasta que quedó corto como el de un chico.
—Está bien, madre —le dije al fin—. Cásate, de todas maneras, yo me iré de aquí pronto.
—Sabrina, pequeña, yo...
Me acarició y quiso abrazarme, pero la alejé con una sonrisa que era de todo menos de alegría.
—De verdad está bien. Necesito descansar porque mañana hay escuela y tengo examen de biología. Me duele la cabeza... de tanto estudiar ¿Ok?
La saqué de mi habitación. Si no me corté el pelo fue porque no encontré las tijeras.
Acostada en mi cama con el libro que me dio mi padre apretado contra mi pecho, cerré los ojos. Había pasado de vivir el momento más dulce de mi joven vida a uno de los más dolorosos en menos de media hora.
Llamé a Robert en busca de consuelo, pero no me respondió el teléfono. Supuse que su madre lo castigó desconectando su línea, entonces no insistí.
¿Qué puedes hacer en noches como aquella excepto buscar una tabla de salvación en plena tempestad?
Me senté en el balcón frente a mi ventana con mi cuaderno y mi pluma con el peluche en la punta. Nunca me gustó escribir a máquina porque arruinaba mis uñas, mucho menos en computadora, sentía que todo lo que escribía allí tenía un toque artificial. Manías de escritora de las que Isabella dijo que iría adquiriendo, junto con uno que otro vicio. Vicios como esas pastillas de cafeína de las cuales era cada vez más dependiente.
Vacié en el papel todo mi dolor hasta que mi mano comenzó a dolerme. Imaginando un mundo en el que papá estaba vivo y éramos una familia feliz.
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Isabella solía decir que son estas tempestades donde surgen las gemas más valiosas. Entre líneas, una de tantas veces, me dejó ver que la idea para Las Siete Princesas Ranas, le surgió la misma noche de aquel incidente. Por ello insistía en la necesidad de que aquello que me ocurrió no tenía por qué ser tan malo si lograba canalizar ese dolor y convertirlo en algo hermoso.