𝐏𝐑𝐄𝐅𝐀𝐂𝐈𝐎

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El terror que hallas en un pesadilla puede llegar a ser sobrecogedor e indescriptible, sobre todo si lo que sueñas es acerca de aquello que expande todos y cada uno de tus temores.

Así me sentía, en una de esas pesadillas que me hacían dudar si formaba parte de la realidad o, por el contrario, era algo que estaba viviendo pero que no quería afrontar como realidad. 

En algunas de las pesadillas sólo basta con que eches a correr, huir lejos para que la bestia que te persigue con sus enormes garras, afilados colmillos o con cualquier cosa que pueda utilizar, no pueda dañarte. Esta vez corrí, lo hice con tanta intensidad que sentí que los pulmones me ardían a causa del humo que tragaba, intentando alejarme de la cortina gruesa de color púrpura.

Sin embargo mis esfuerzos por correr nunca parecían dar frutos, porque la humareda se ceñía a mi piel y mi ropa; mi velocidad era extremadamente lenta y nunca lograba alcanzar la velocidad necesaria para llegar a algún lugar. Huía del humo que apestaba a flores silvestres podridas, de la tierra carbonizada por las llamas y de algo que me perseguía entre las cortinas de denso humo, la culpable de entorpecer la claridad de mi alrededor.

Algunos dirían que esto era una pesadilla aunque no huyera por salvar mi vida, sino que corría para salvar a alguien que se hallaba en algún lugar de esta guerra de colores, licuándose a causa de las ligeras ráfagas de aire mientras formaban espirales en el espacio. Mi vida parecía tener un significado fútil comparado con el que necesitaba alcanzar. Aun habiendo aprendido cosas sobre mí mismo que desconocía.

Irma me dijo que alguien iba a darme problemas y que podría llegar a ser extremadamente peligrosa. Sabía de su existencia. La había visto en varias ocasiones, y en dos de ellas huía como si mi presencia pudiera dañarla. Esta vez, podría decir con total seguridad, que lo que creí que me perseguía entre las sombras de humo y flores espolvoreadas en el aire no era ella. La chica era demasiado cobarde para ir de frente. Era, desgraciadamente, algo peor.


Corrí por largo tiempo, ignorando la Luna llena que se mantenía presente en el cielo despejado durante la noche. Estaba sintiendo dolores intensos en todo mi ser, resistiéndome a no provocar algo que me delataría de los demás. Era imperativo alcanzar aquella colina, donde alguien estaba esperando mi ayuda y la de nadie más. 

Ahora iba ser yo quien le salvaría la vida.

Sabath pasó por mi lado para detenerme, anclándose en la tierra como lo haría un árbol que echó raíces, impidiéndome que siguiera con mi cometido. Por alguna extraña razón conseguí sortearla en uno de los laterales, escuchando cómo gritaba mi nombre a través de las distancias.

Sabía que, en estos instantes, mi última elección antes de morir se trataba de eso: Llegar hasta la colina del árbol del ahorcado, ver a Ulick moribundo apoyado sobre el tronco de éste mientras luchaba contra mi transformación y él contra el veneno; y también, aunque no quise pensar en ello, controlando el instinto que creía haberlo ocultado durante todo este tiempo.

—¡No! —gritó con voz sobrenatural cuando sus manos, llenas de garras, se colocaban frente a él para detener mis pasos. Se hundieron en mi carne, rasgaron mi ropa y crearon nuevas heridas en mi piel.

Antes de morir besé sus labios, vertiendo el antídoto que guardaba dentro de mi boca junto a mi sangre, ofreciéndole la salvación y una parte de mí. La humana, porque la otra parte de mí, la que rugía por dentro, no debía de verla jamás.


La oscuridad me atrapó, por segunda vez, y esta vez estaba totalmente seguro que no me iba a dejar marchar. 

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