19. ¡𝚁𝚎𝚜𝚙𝚒𝚛𝚊!

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Cobarde, no huyas.

Los delirios volvieron a por mí, persiguiéndome como sabuesos en medio de la caza del zorro. No pude pensar en nada, porque mi mente estaba colapsándose con su voz que iba y venía regalándome tormentos por doquier; ni siquiera podía reflexionar, ya que mis piernas no respondían a ninguna de mis órdenes. Estaba cegado por el terror y nada ni nadie podía sacarme de ese trance que me empujaba a seguir.

Corrí entre los árboles sin importar todo lo que atravesaba, e incluso alcancé a escuchar superficialmente las palabras de otras criaturas. Y no paré. No pudo hacerlo, no debía permitirlo. Temía que su voz me alcanzara en cualquier momento, pues él era un depredador desde su nacimiento y yo, por el contrario, a duras penas sabía lo que era ser uno.

En mi mente se transformó en un cazador curtido, disparando sus palabras a modo de perdigón mientras yo las esquivaba sin detener mis pasos. 

«¡Respira!»

No supe quien dijo eso, pero esa simple palabra se acabó perdiendo entre la oscuridad del bosque, masticándose entre los sonidos y siendo absorbida por el viento que se levantó con más notoriedad. Era imposible detenerse, porque ahora que mis emociones estaban explotando, como cuando lanzabas una piedra a un campo de minas y provocabas una reacción en cadena. 

Estaba en estado de pánico y lo real de lo irreal ya no constaba en mi mente como algo relevante. Eso sumándolo a la ansiedad.

«¡Elijah, respira!»

La voz volvió, y tan rápido como lo hizo se fue de nuevo al pozo imaginario que había creado en el bosque.

¿Respirar? No podía. 

Tenía que huir, correr hasta que mis pulmones no conservaran ni una brizna de aire, mientras el corazón me rebotaba dentro de mi pecho como lo haría una pelota que no detenía sus movimientos... Estaba alterado, lo sabía. El miedo me invadió y la luna llena me lo acentuaba, y ya no supe cómo detener todas estas emociones que incitaban a un frenesí incontrolable.


Un lobo se me cruzó por el camino mientras paseaba tranquilamente, hasta que mi velocidad pareció alertarlo. En cuanto salté sobre su cabeza intentó morderme, pero no pudo hacerlo por la altura; acto seguido escuché como algo lo golpeó con dureza y se marchó gritando mil maldiciones. 

Rodé sobre mi cuerpo durante unos segundos, y cuando entablé estabilidad seguí corriendo.

 Nada parecía alcanzarme, ni siquiera Adam.

Mi visión desde el principio de la huida perdió su lustro, los colores iban y venían al ritmo de mi corazón alterado, los aromas del bosque intentaban atraparme entre sus telas transpirables, y yo las cruzaba todas sin detenerme. Porque esto era así. Estaba huyendo de un fantasma que parecía no dejarme en paz, grabando su sonido en mi cabeza como si el propio dueño de la voz me gritara desde un auricular.

«¡Elijah!»

«¡Elijah!»

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