21. ¡𝙻𝚘 𝚙𝚛𝚘𝚖𝚎𝚝𝚒𝚜𝚝𝚎!

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Dicen que después de la tormenta llegaba la calma y no al contrario, pero en mi caso las cosas no estaban siendo así. Ahora mismo, delante de mis narices, tenía una batalla campal entre los dos hermanos, peleándose en forma de pájaros: Adam en su primario —el búho— y Erik transformado en un buitre de colores tierra. 

Se empujaban en el aire, se picoteaban, y todo porque Erik pensó en algo que a Adam no le gustó y, éste último, se le lanzó directamente. Y yo estaba ahí, como un idiota viendo como las dos aves se golpeaban con tanta dureza que temí que se hicieran daño.

—¡Parad! —dije en voz alta, pero mis palabras fueron acalladas por los graznidos de las aves, volando en mi habitación como lo haría un tornado de plumas en miniatura— ¡Estaos quietos, joder!

Ni se inmutaron en absoluto, así que intenté avisar a Eddy mentalmente. No obtuve respuesta, lo que me obligó a chistar con la lengua con molestia, porque era consciente de que no me podría ayudar en esta ocasión. Mucho menos tenía en mi repertorio de animales algo los suficientemente intimidante para asustarlos. En el peor de los casos, ambos se transformarían en algo peor.

Los sonidos de ambos chicos transformados me comenzaron a dañarme los tímpanos, asemejándose a las uñas cuando rascabas el cristal, chirriante y molesto. No podía pensar con claridad, sobre todo porque las voces a modo de pensamiento de ambos se metían en medio. Adam insultándolo en un idioma desconocido para mí y Erik insultándole en mi propio idioma. A veces soltando frases inconexas.

Abrí como mejor pude mi tablón mental, intentando aplicar todas las enseñanzas de Adam mientras estuvimos a solas en el bosque. Provocando que poco a poco los sonidos se silenciaran de mi mente; primero los graznidos de las aves, después le siguieron los demás sonidos del exterior, los aleteos, los sonidos de la casa por el suave viento... Hasta que obtuve el silencio que necesitaba.

Pensé en todos los animales que había llegado a ver alguna vez en mi vida que no fueran de pequeño tamaño y pudiera emitir algún sonido. En un principio solamente tenía imágenes de animales de pequeños, algo que no desencadenaría ninguna alarma en ellos; seguidamente recordé la frase que dijo Adam sobre que podía transformarme en criaturas de la noche siempre y cuando éstas tuvieran forma animal.

Dudé durante unos instantes, pero el grito de Adam al recibir un arañazo de la garra del buitre  provocó el cambio instantáneo, uno que no quería hacer porque emocionalmente me haría daño. 

Fue demasiado tarde, porque sentí como todo mi cuerpo comenzaba a destrozar todas las fibras musculares, ensanchando los huesos y el grosor de los músculos. Pensé que iba a morir por aquel cambio tan brusco, sobre todo porque no solo aumentaba mi calor corporal sino que, además, sentí el cuerpo mucho más pesado.

Toda la claridad de mi cuerpo fue adoptando el mismo tono rojizo de los jaspes, la mezcla entre el tono tierra y el rojo; el cabello oscuro y castaño dio paso a una larga melena de color rojo intenso, asemejándose a las llamas del Sol y, lo peor de todo, fue la vista. Tuve el impulso de llevarme las manos con garras a los ojos para sacármelos por el ardor de los orbes, pero soporté el escozor mortal aunque eso conllevara a dañarme mi propia mandíbula. Ésta se ensanchó y luego se alargó; tras unos segundos en los que escuché que la cama chirriaba por el peso, la transformación se había completado. 

Emulaba el cuerpo de un hombre lobo, el mismo cuerpo que vi en Ulick aquella noche de la carrera.

Rugí tan fuerte que el espejo de mi habitación comenzó a resquebrajarse y ambos pájaros cayeron al suelo como piedras mientras me observaban aterrados. 

—¡Os calmáis de una vez, o yo mismo os devoraré con plumas incluidas! —vociferé tan fuerte con aquella voz gutural que, por el enfado acumulado, no pude verme afectado por la misma impresión que ellos.

𝕯 e s e i   [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora