9. 𝚃𝚘𝚍𝚘 𝚙𝚊𝚜𝚊.

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Cuando tenía trece años fui consciente de que mi madre había llegado al límite de sus fuerzas. Había aguantando tanto tiempo luchando a solas, en silencio e intentando salir adelante, que casi olvidó que yo ya estaba roto de antes. Aun así no había noche que no la escuchara lamentarse durante horas.

En una de esas tantas noches me colé en la habitación de mi madre. Casi siempre intentaba poner su mejor cara cuando yo estaba delante pero, en el fondo, sabía que hacía poco más de dos semanas que por las noches se derrumbaba y ocultaba su cara para soltar todo su dolor entre lágrimas y gritos ahogados. En aquel momento la pillé en medio del llanto y a duras penas consiguió frenar.

—¿Volverá papá? —le pregunté con un gesto triste.

Sabía que mi padre se había ido y que no iba a volver. En una de las llamadas de mi madre, después de la cena, escuché parte de la conversación y sabía la respuesta. Sin embargo cada día yo le preguntaba, deseando que sólo fuera una broma.

—Elijah, cariño —dijo Alice quitándose las lágrimas con el dorsos de su pijama rosado—. No lo sé, mi amor.

—¿Por qué llorabas? ¿Te duele algo? ¿Estás herida? —pregunté, nuevamente, con el mismo tono entristecido de antes, pero esta vez mostrando algo más de interés por su bienestar. Ella era la adulta y yo a duras penas estaba en plena pubertad. 

Alice era muy infantil pese a ser psicóloga y yo demasiado maduro pese ser tan joven, y sin embargo tenía que expresarme como un idiota para que los adultos no me miraran por encima del hombro. Después no sé qué paso con mi carácter, porque casi podría asegurar que retrocedí y dejé de madurar emocionalmente.

Mi madre se sonó la nariz con un pañuelo de papel y golpeó su costado para que durmiera con ella. Si hubiera estado bien no hubiera aceptado, pero sabía que necesitábamos apoyarnos el uno al otro, sobre todo ahora que mi padre se había marchado sin decirle nada a nadie. 

La llamada quedó como un destello en mi memoria.

—Hay dos cosas que nos duele y a la vez nos ayuda a sanar: El amor y el tiempo.

—¿Por qué? —cuestioné con curiosidad.

—El tiempo nos recuerda que sufrimos por algo, pero también lo hace cuando estamos comenzando a sanar —hizo una pausa para reflexionar—. También nos impulsa a pasar página.

—¿Y el amor? —pregunté con curiosidad, aunque yo no tenía ni la más remota idea de lo que se sentía enamorarse. Me habían gustado algunas niñas de mi colegio, pero yo era demasiado tímido para expresar mis sentimientos abiertamente. 

Claire y yo a duras penas habíamos comenzado a hablar.

Mi madre me sonrió con ternura y seguidamente me acarició el cabello mientras sus ojos verdes relucían como esmeraldas al sol, por las lágrimas.

—El amor es el peor de todos los dolores, porque no sabes cuando viene y tampoco cuándo se va hasta que no piensas en él —respiró entrecortadamente y luego miró a una fotografía de mis padres con traje de boda—. Y si se queda incrustado, como una espina... —no añadió nada más y simplemente me deseó las buenas noches.

 —no añadió nada más y simplemente me deseó las buenas noches

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