CAPÍTULO 30: La disculpa

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Resultó que estar enfurruñado no es exactamente la más divertida de las actividades. Después de diez minutos intentando ignorar sus caricias, me di cuenta de que Koran no se iba a rendir y de que mi cuerpo me había traicionado y prácticamente se había acurrucado a su lado.

"Soy como un perrito callejero, que se tumba panza arriba y se pierde por completo cuando le hacen dos carantoñas. Un poco de amor propio, por favor. Se supone que estoy enfadado con él".

Es difícil permanecer enfadado con quien sabe en qué puntos exactos acariciarte, sin embargo. Koran me sumió en un estado de relajación total y así empecé a tener problemas para recordar por qué estaba molesto exactamente.

"Te pegó en público" me recordó una voz en mi cabeza.

Ah, sí. Eso. Un ultraje imperdonable, sin duda...

- Mmm.

- No te duermas – susurró, interrumpiendo bruscamente el suave masaje sobre mi cuello. – El día acaba de empezar.

"Pero yo tengo sueño ahora" protesté, mentalmente.

"No tienes sueño, tienes pereza".

Ignoré mis propios pensamientos y tiré de la sábana hasta taparme por completo, para indicar las pocas intenciones que tenía de levantarme. Fui consciente de lo infantil del gesto y al parecer Koran también, porque percibí cierta diversión en su interior. En las últimas veinticuatro horas, había avanzado mucho en el área de mis nuevas habilidades sobrenaturales. Había aprendido a sintonizar correctamente "radio Koran" y podía captar con cierta facilidad sus emociones.

- Hay muchas cosas que hacer – insistió. – La primera de ellas, disculparte con la madre de Ari.

Me ruboricé. No quería volver a ver a aquella mujer, por lo menos no en un futuro cercano. Había presenciado cómo me castigaban.

"¿Seguro qué es solo por eso? ¿No te avergüenza también la forma en que le hablaste?".

A veces entendía por qué, en algunas versiones del cuento, Pinocho aplastaba a Pepito Grillo con un martillo. En determinadas ocasiones, resulta realmente molesto tener una conciencia.

- Tienes que disculparte – repitió, ante mi falta de respuesta.

- ¿Y si no? - musité.

"'¿Y si no?' '¿Y si no?' ¿En serio necesitas preguntar?".

- Te daré el castigo que te he perdonado antes – explicó. No sonó enfadado, ni amenazante, solo informativo, como quien te señala que al día siguiente va a llover.

- No me puedes obligar a disculparme – me quejé.

- No te puedo obligar a que de verdad lo sientas, pero sí a que tengas un mínimo de educación y por lo menos lo finjas – replicó y noté una punzada desagradable. Un fuerte sentimiento enrevesado, formado por una mezcla de confusión, rabia, culpabilidad y decepción.

Esa combinación de emociones me golpeó y me dolió más que cualquiera de las broncas que me hubiera llevado en los últimos días. No sabía que pudiera doler tanto que Koran estuviera decepcionado de mí. Sentí que el corazón me pesaba un poco más y que latía más lento, como si tuviera que hacer un sobreesfuerzo para mantener el ritmo cardíaco con aquella nueva tristeza retrasándole.

Rápidamente, la pena y el orgullo herido se transformaron en furia:

- ¡PÉGAME TODO LO QUE QUIERAS, PORQUE NO LO SIENTO AHORA Y NO LO SENTIRÉ NUNCA! – le grité.

HeterocromíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora