CAPÍTULO 14: El nido

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Las puertas del habitáculo de Koran se abrieron para dejar paso a un carrito de comida que se conducía solo. No supe si maravillarme por lo que debía ser un logro de la robótica o si sentir miedo, porque ciertamente resulto algo tétrico. Luego me dije que, en mi mundo, teníamos cosas parecidas. ¿Acaso no estaba todo el mundo entusiasmado con las aspiradoras Roomba? Mi madre quería una, pero no nos la podíamos permitir.

El carrito tenía una bandeja llena de todo tipo de frutas. Algunas las conocía, pero otras tenían un aspecto de lo más extraño y no me transmitían mucha confianza. Koran picoteó unas bayas rojas que en cualquier historia infantil pasarían por fruta envenenada.

- Come - me ordenó.

- Mmm...

- No puedes estar todo el día sin comer.

- Dos.

- ¿Cómo dices?

- Lle-llevo dos días sin comer - admití. Yo y mi bocaza.

Koran puso una cara de espanto absoluto, como si acabase de ver un fantasma. Tal vez había visto el futuro, porque tenía pinta de que me iba a matar. Agarró un cuenco particularmente hondo y lo puso en mis manos.

- Te lo vas a tomar todo - me advirtió. No fue una sugerencia.

Suspiré. No tenía nada de hambre, pero en el fondo sabía que tenía razón: no podía estar sin comer. Estiré la mano y cogí uno de aquellos frutos para llevármelo lentamente a la boca. Debía reconocer que no sabían mal. Me gustaba la fruta, al fin y al cabo. Pero a Koran una sola no le pareció suficiente y me animó a coger más.

- Si ya tenía el estómago cerrado de antes, después de que intenten matarme no me entró hambre, precisamente. Llámame loco.

- Tienes que comer o te enfermarás - rebatió, como si fuera el argumento definitivo.

- ¿Y si prometo que cenaré? - probé.

- ¿Estás intentando negociar conmigo? - me preguntó, extrañado.

- Pues... ¿sí? - dudé. Koran no tenía pinta de ser de los que aceptaban una negociación.

- Vas a cenar y vas a comerte por lo menos la mitad de ese cuenco - dictaminó.

Bueno, habíamos pasado de todo a la mitad. Sabía que no iba a conseguir nada mejor, así que cogí un puñado de aquellos frutos y me metí algunos en la boca. Koran me observó fijamente y poco a poco se fue relajando al ver que me los comía. Yo me relajé también y me permití sentirme seguro. Quizás era algo infantil pensar así, pero estaba convencido de que nada malo podía pasarme mientras estuviera con él. Hacía semanas que no me sentía así, desde que mi madre enfermó.

Me descalcé y subí los pies sobre el sofá, en parte para estar más cómodo y en parte para ver su reacción, pero Koran no hizo ningún comentario. Eso era bueno, no era ningún estirado. En verdad, los únicos defectos reales que le había visto hasta el momento eran dos:

1. Era demasiado estricto para mi gusto.

2. Su concepto de justicia era muy radical.

- ¿De verdad le van a condenar a muerte? ¿No hay otra opción? Cadena perpetua o algo así - planteé. No pareció extrañarse porque volviera a sacar el tema.

- Si el condenado tuviera hijos quedaría descartada la pena capital, pero no es el caso. Un requisito para ser guardia es estar soltero y, si forman una familia, se les asigna otro puesto de trabajo.

- ¿Y no hay más excepciones? - insistí.

- Ese hombre intentó matarte, Rocco - me recordó, por si acaso lo había olvidado, pero yo seguí mirándole con determinación, así que suspiró. - Si tuviera menos de cien años se apelaría a su juventud. Pero tampoco es el caso.

HeterocromíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora