CAPÍTULO 17: La desobediencia

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Después del juicio, Koran me llevó a un jardín que había en aquel mismo piso. Le había seguido sin prestar mucha atención a nuestros pasos, distraído con pensamientos que no eran demasiado inteligentes, pero cuando llegamos a ese rinconcito lleno de plantas y flores mi cerebro se enfocó:

- ¿Cómo puede haber un jardín si estamos en una nave? Aquí no entra el sol - razoné. Las diversas fragancias que me llegaban descartaban que se tratase de un jardín artificial.

Koran me señaló unas luces amarillas encima de nuestras cabezas.

- Imitan la luz solar - me explicó. - Pensé que este podría ser un buen lugar para hablar tranquilos.

Caminamos hasta un banco de piedra y él se sentó, dejándome un hueco para que hiciera lo mismo.

- Sé que ha sido muy impactante para ti - me dijo, fijando la vista en un árbol mediano con las hojas largas. No era una palmera, pero me recordaba vagamente a ellas. - Nosotros sentimos el dolor ajeno como propio sin necesidad de utilizar nuestro don. Nos identificamos fácilmente con las emociones de los demás. La primera vez que presencié una condena a muerte lo pasé bastante mal, pero fue peor todavía cuando visité una prisión, como parte de mis obligaciones. La desesperación que sentí emanando de los prisioneros me hizo creer que me estaban absorbiendo una parte de mi alma.

- Como los dementores de Harry Potter, pero al revés - murmuré.

- ¿Cómo dices?

- Nada. Que entiendo lo que quieres decir.

- No estoy seguro de que lo entiendas del todo - replicó, con delicadeza. - Pensé que iba a volverme loco. Por entonces ya controlaba bastante bien mis habilidades, pero me vi desbordado, incapaz de bloquear emociones de tanta intensidad. La soledad, el miedo, la rabia... Algunos de los presos habían pasado ya cien años en una celda y les quedaba otro milenio por cumplir. Pasar siglos enteros en una cárcel es una forma triste de malgastar una existencia bendecida con una duración tan larga.

- ¿Intentas decirme que ese hombre estará mejor muerto que en la cárcel? - mascullé.

- No, nada de eso. Solo digo que yo también siento lástima por quienes han sido condenados. Que una persona se merezca su sentencia no lo hace menos digno de compasión - razonó. - Pero toda sociedad necesita leyes, Rocco. He visitado mundos sin normas, planetas anárquicos. Y nunca duran demasiado. Solo dejan destrucción y caos a su paso. Hay un bien y hay un mal, y sería genial que la gente fuera capaz de limitarse a hacer lo primero, pero no es así. Hay una vasta zona de grises y hay ciertos individuos que cometen atrocidades. No solo es necesario sentar un ejemplo, establecer unas consecuencias para las malas acciones, sino que es imprudente dejar que esas personas caminen con libertad entre los demás. Si un asesino queda en libertad, mañana puede matar a otro inocente.

Comprendía lo que me estaba diciendo, era lógico, pero algo dentro de mí se revolvía.

- La gente puede cambiar - protesté. - Si las condiciones son las adecuadas, un criminal puede dejar de serlo.

- Lo sé. El concepto de reinserción no es utópico, se puede conseguir con esfuerzo y un buen sistema. Las leyes de Okran también apoyan esa idea, en la mayoría de los casos, pero, al ejecutar a alguien, le niegas esa posibilidad. Me parece bien que pienses que todo el mundo merece una segunda oportunidad.

- ¿Tú no lo crees? - pregunté, con curiosidad.

- Yo no sé lo que creo - me confió. - Tantos años me han enseñado a no hacer afirmaciones categóricas de las que después me pueda arrepentir. El problema de empatizar con el sufrimiento ajeno es que a veces sientes que ningún castigo, ninguna venganza será suficiente para hacer justicia a ese dolor. Pero la justicia y la venganza son cosas diferentes, aunque a menudo las confundimos. Creo que a todos nos iría mejor si nos juzgara alguien que nos quisiera y que viera en nuestras acciones los errores de un niño que está aprendiendo.

HeterocromíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora