C I N C O

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¿Hoy? Tenía de todo menos ganas de ir a trabajar.

Levanto la mochila del suelo de la pequeña cafetería. El reloj marcaba cinco minutos pasadas las siete. Tendría una larga y extensa jornada.

Respiro profundo y me abro camino hacia las escaleras del centro comercial. Confieso que pocas veces encuentro falta de motivación sobre alguna actividad que considero es indispensable, por más nerd que suene eso. Por ejemplo, los jueves me ofrecía como voluntaria en un albergue cercano. Iba cada semana con suficientes ganas de hacer cada tarea. Pero precisamente hoy no deseaba haber salido del hábitat natural llamado habitación.

Al abrir la puerta visualizo a don Andrés dirigiendo una clase de al menos doce alumnos en el salón principal. ¿Acaso es divertido madrugar para venir a oír el ruido desafinado de guitarras? Camino rápidamente hasta la bodega para no interrumpir. Dejo mis pertenencias y hago un recuento mental de las cosas que debería realizar por las siguientes horas. En el segundo piso alguien estaba tocando algunas melodías provenientes del elegante piano. Y sabía exactamente quién era.

—Espero que hoy tengas ánimos para limpiar este lugar. A menos que como trato me des unas vacaciones pagas a un hotel todo incluido. —de inmediato siento pena por interrumpir su concentración.

—Buenos días, yo me encuentro de maravilla. Gracias por preguntar. —me mira con esa expresión que jamás dejaba su rostro. Un poco de diversión y sarcasmo en todo instante. —Me da gusto verte, Esther.

El triunfo cuando pronunció mi nombre fue evidente.

—Ni siquiera Sherlock Holmes habría adivinado eso. —ironizo.

—Solo bastó pedirle a mi abuelo tu número. Amablemente dijo "Claro, aquí tienes el teléfono de la dulce Esther".

—Estoy impresionada por tus métodos tan interesantes. —habría mantenido mi anonimato durante más tiempo, pero ya qué. —Espera, ¿Tienes mi número?

—Sí.

—¿Quién te ha dado permiso? —respondo llena de indignación. Al parecer esto de no dar permiso para que extraños tuvieran una forma de contactarme parecía costumbre.

—Eventualmente me lo darías. —niño creído. —Deberías atar tus cordones, ¿acaso te gusta andar así?

—Me encanta caminar por la vida con mis tennis sin atar. —observo mis inseparables converse de color verde musgo desgastado.

Siento sus pasos más cerca de mí.

—¿Por dónde empiezo limpiando?

—Puedes encargarte de todo esto. —extiendo mi brazo para señalarle todo alrededor. —Limpia el piso, sacude el polvo y mueve de lugar cada instrumento. De las ventanas me encargo yo, en unos días más te enseñaré como dejarlas así de brillantes.

—A sus órdenes. —recogemos las cosas de limpieza y luego nos dividimos para empezar el trabajo.

Resulta gracioso que a pesar de trabajar por un tiempo razonable en este lugar no sentía ni una pizca de curiosidad por aprender a tocar algún instrumento. Había declinado todas las propuestas de don Andrés. Sus ofertas para enseñarme fracasaban una tras otra. De vez en cuando sentía algo dentro que despertaba una pizca de ganas por empezar. Pero jamás pasaban de ahí. A lo mejor tenía un talento escondido para tocar el bajo como John Deacon y aún no lo descubría.

Recojo todo mi enmarañado cabello en un moño algo miserable y sin forma. Jamás lograba controlarlo, la mayoría del tiempo parecía que salía a la calle sin tomarme la molestia de peinarlo o tratar de arreglarlo. Simplemente era una tarea imposible.

Último Verano En Estocolmo (Juan Pablo Villamil) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora