S I E T E

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La cuestión aquí es algo difícil de explicar. La atmósfera alrededor se tornó algo incómoda para mí. Les contaré la razón.

Benjamin jamás había pisado mi casa, ellos lo conocen porque resulta imposible estar enamorada y que nadie lo notara. Pero durante el tiempo que llevamos saliendo nunca lo invité, no ha sido tan sólo por simple gusto. Al menos eso creo. En mi interior algo decía que esto estaba mal, se sentía como una traición a mi novio. La otra parte se contradice pensando que es un escenario normal.

El hecho de ver a mi tía simpatizando con el castaño ponía mis pelos de punta. Ambos estaban en la cocina, ella dando instrucciones sobre dónde se encontraba la vajilla y él ayudaba. Parecía estar a gusto, disfrutando y riendo a ratos. Por mi parte, observo el panorama con disimulo desde la mesa. Sabía que este gran paso de confianza es significativo en torno a la amistad que se formaba entre ambos. ¿Qué más podía decir? Las cosas marchan bien.

Silenciosamente me deslizo hacia mí habitación para cambiarme la ropa casual por una pijama. Desearía ser como esas personas que se han rendido ante la vida, —o son en extremo valientes —, para salir en pijama a la calle. ¿Estás cansada? Usa pijama. ¿Estás feliz? Usa pijama. ¿Tienes tristeza acumulada que se cura solamente si comes mucho chocolate? Usa pijama.

—Pensé que empezaría mi fiesta de dulces sola —me cuenta tía Gaby. —Tus primos salieron y no creí verte volver tan temprano.

Si la mayoría de lugares hubieran estado abiertos la historia sería diferente, no tuvimos más remedio que resignarnos.

Nos sentamos alrededor de la mesa, degustando la comida.

—Esto sabe increíble. —Juan Pablo es el primero en romper el silencio, con sus mejillas llenas apenas le entendíamos.

—Puedes venir otro día y te enseño a prepararlo. Pareces tener gusto por la cocina. —sabía el comentario acusador que venía a continuación. —He tratado de reformar a Esther, pero mi niña no tiene remedio.

—Sería un placer. —noto su mirada de suficiencia. Esa que pone cada vez que el ego se le sube un poco.

Seguro soy mejor que tú cocinando. —gritaba su vocecilla interior —.

—Sigo aquí, por si no lo han notado.

Sumerjo las galletas dentro de mi vaso de leche. No existe mejor sensación que comer esta exquisitez, aunque viviera cien vidas no iba a cansarme de probarlas. Las chispas de chocolate le daban un toque aún más gustoso. Según mi tía, la receta es algo de familia, —y la receta desde luego que es secreta, como la fórmula de las hamburguesas de Don Cangrejo—. El interés por la repostería empezó desde mi bisabuela materna. Al verse entre la espada y la pared después de quedar viuda, inició a vender algunas comidas por el vecindario. Hasta que con los años, abrió su propia panadería. No duró mucho tiempo, sin embargo, logró pasar su legado a través de las décadas.

Bien, me desvié un poco de la conversación.

—¿Hace cuánto se conocen?

—Unas cuantas semanas. —respondo bebiendo un trago de agua. No sabía qué reacción esperar.

—He venido de vacaciones, su hija es la primer persona que me ha recibido. No tuve otra opción que brindarle mi amistad. —bromea. —O tal vez fue al revés.

Los ojos de mi tía se abren cuando escucha la palabra hija salir de la boca de Juan Pablo. Le devuelvo el gesto avisando que no tenía porqué corregirlo.

—Han sido los días más difíciles de mi vida. —continúo, siguiendo su juego.

—Apuesto que ahora no podrías vivir sin mí.

Último Verano En Estocolmo (Juan Pablo Villamil) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora