T R E I N T A

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Había preparado una cena especial, alguna de esas recetas que están en Internet. Con ilusión serví cada plato, corrí hasta un negocio donde vendían pequeños detalles y compré algunas velas. No soy experta en temas de decoración, pero me sentí orgullosa del logro frente a mis ojos. Cuando él entrara por la puerta observaría el escenario. En ocasiones pensé que quizá el gesto estaba siendo demasiado presuntuoso, al final deduje que es normal. Al fin y al cabo somos una pareja de enamorados. Hasta cierto punto es normal, ¿cierto? Aunque tampoco sería tan pesada, los momentos así se disfrutan cuando son inesperados. No es algo de todas las semanas.

Marqué a su teléfono celular unas cuantas veces cuando vi el sol ocultarse. Antes de irse había prometido volver antes del anochecer. No quería que Coco y yo estuviéramos aquí solos demasiado rato. Empecé a preocuparme. Y esperé.

Dieron las diez, la comida se enfrió y Juan Pablo jamás volvió de ese viaje.

Clemencia llegó para llevarme al hospital. De camino me habló un poco, pero sus palabras eran inaudibles. No entendía nada de lo que decía. Con seguridad puedo decir que no olvidaría jamás la noche del 29 de noviembre. Sirenas, desesperación y dolor.  Y es que los seres humanos estamos tan seguros de ser dueños del tiempo, que olvidamos lo efímera que es la vida. Necesitamos de recordatorios dolorosos para ser conscientes de ello. Nadie hablaba, ninguno se atrevía a pronunciar una palabra. Yo sentía un frío recorrer todo mi cuerpo, estaba llena de terror. No quería pensar. O quizá me engañaba creyendo que él lograría recuperarse. Cueste lo que cueste. Yo me quedaría aquí para cuidarlo, no importa lo que suceda allá con mi empleo. Volvería a reír con él. En mi mente sólo podíamos existir los dos, viviendo juntos hasta envejecer. Hasta que tuviéramos ochenta años y empezáramos a olvidar cosas.

—¡Papá no quiero perder a mi hermano! —gritó Julie contra el pecho de su padre, completamente destrozada.

Cuando logramos tener noticias suyas, nos dijeron que esperar con mucho optimismo era el único remedio a esto.

¿Optimismo?

Parecía el concepto más lejano a lo que rondó por la familia Villamil durante los siguientes largos meses.

Escuchará cualquier cosa que le digas— había dicho el doctor.

Le creí. Y no pasó un sólo día en el que no cumpliera mi promesa de venir cada día para informarle a mi novio sobre las desgracias que seguían pasando. A veces le decía que el clima era un completo desastre, igual que tratar de cuidar sola a una mascota. Otras, me sentaba en silencio por horas, imaginando momentos que parecían muy lejanos para ambos ahora. Podía imaginar su risa cada vez que relataba algo sobre las incontables ocasiones donde dejé que el autobús se escapara porque había dormido mal y no despertaba a tiempo.

Hasta que una de esas visitas fue la última.

—¿Sabes cuál es la parte más triste de esto, Juan Pablo? Que no he renunciado a ti. Todos los días entro por esas puertas con la esperanza de oírte llamar mi nombre —digo entre lágrimas sostienendo su pálida mano.

Me detuve unos minutos, mirando alrededor. No podía despedirme, porque una parte de mi propia vida acabaría también.

Ojalá jamás te hubiera soltado.

—Seguiré sonriendo por ti, amor mío. Por todos los momentos de felicidad. Como aquel en la cafetería, ¿lo recuerdas?

—¿Quieres uno? —pregunté, viendo en dirección hacia los despampanantes trozos de pastel de fresa.

—No lo sé, quizá sea muy pronto. ¿No crees? Aunque tampoco negaría que sería divertido despertar por los pasos de una mini versión tuya todos los días.

Último Verano En Estocolmo (Juan Pablo Villamil) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora