C A T O R C E

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Con una pierna casi encima del castaño y la mitad de mi cuerpo fuera de la delgada sábana, abrí los ojos. Un dolor de espalda fue lo primero en decir buenos días. Con pesadez me levanté, dejando al somnoliento chico ahí. Busqué el indicio de cualquier cosa parecida a un servicio sanitario, necesitaba lavar mi cara y enjuagarme la boca. Sin éxito recorrí las habitaciones que quedaban en la parte final del edificio.

Al final entré a un estrecho cubículo, observé mi reflejo en el espejo roto y empañado que colgaba en la pared. Uh, tenía el cabello lleno de nudos. El rímel corrido me hacía lucir como un mapache que no duerme desde hace cinco días. Ni siquiera intentaría arreglar esa versión desaliñada, tan sólo quería comprobar si me veía tan mal.

Pensar en volver a saltar el portón estando en ayunas a las ocho de mañana hizo parecer ese suceso como lo más espantoso. Los rayos del sol pegaban tímidamente sobre nuestro rostro. Por un segundo pensé que saldríamos y el auto no estaría, porque a pesar de ser un lugar rodeado de un pequeño vecindario, parecía no ser un sitio transitado.

Juan Pablo se adelantó hasta la entrada y sacó un juego de llaves. Introdujo una dentro de la cerradura y abrió una pequeña reja, una del tamaño de una puerta. Descaradamente esperó por mí para pasar frente a él, extendiendo su brazo.

—Lo de ayer fue para sumarle adrenalina. —confiesa sin ningún remordimiento.

—Eres un caso aparte, Villamil. —salimos de ahí, buscando algún lugar para poder desayunar.

Nos sentamos en una pequeña mesa a esperar nuestra orden, sin hablar. A lo mejor ambos aún no terminábamos de despertar completamente. O sólo tratábamos de entender el rumbo de todo esto.

Cuando el silencio abundaba, sentía la necesidad de hablarle sobre mi pasado, —si es que se puede llamar a lo que pasó para terminar en casa de Gaby —. Pero casi de inmediato me retractaba. Porque esa parte de mí misma algunas veces me avergonzaba. No lograba decirlo en voz alta. Mucho menos sabiendo que mamá traicionó a su propia hermana.

¿Habría sido mi vida diferente al menos teniendo los consejos de mamá mientras crecía? Dicen por ahí que no hay peor desgracia que extrañar esas cosas que jamás pasaron. Esto de pensar en miles de escenarios cada noche sí parece un mal sueño. Durante años viví con la ilusión de que quizá, incluso cuando tuviera cuarenta, lograría dar con mi madre. Pero ahora eso jamás pasaría. Porque ella no estaba.

Pedí bajar unas cuadras antes de la casa de Abby. Desde ya siento mi rostro arder de vergüenza cuando le cuente que estuve fuera toda la noche. Sé que no hice algo para sentirme así, pero tampoco podía solo ignorarla y no decirle palabra alguna. Ella solía ser muy observadora, un detalle no pasa desapercibido.

—Abby ya estoy aquí —aviso cuando escucho el sonido de la campanilla en la entrada. —Ayer olvidé al menos llamar para avisarte que no llegaría.

—Me preocupé bastante, creí que habías vuelto a tu casa.

—Perdón —agacho la cabeza avergonzada. —Debí llamar.

—Ya, no debes disculparte. Sólo llámame la próxima, este viejo y arrugado corazón no puede soportar una preocupación muy grande. —ella abrió sus brazos y me envolvió. —¿Estás muy ocupada hoy? Me invitaron al club de ajedrez.

—Voy a trabajar al ser mediodía, estaré de vuelta para las cinco.

—Queda perfecto. Te esperaré y vamos juntas.

Sonreí, en señal de aprobación.

Vaya, ajedrez ¿eh? Jamás había intentado jugar eso, ni siquiera una vez. No esperaba tener éxito si me invitaban a una partida.

Último Verano En Estocolmo (Juan Pablo Villamil) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora