『08』Subasta.

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Pasaron los minutos, y el silencio en la sala era abrumador. Nadie podía sacar el celular; era una de las reglas. Al entrar al establecimiento, los celulares y todo lo que llevábamos con nosotros debían ser depositados en pequeños gabinetes, cada uno con su propia llave.

Miré a mi alrededor; la tensión se sentía en el aire, como un hilo tenso a punto de romperse.

Mis ojos se centraron en Albert, que caminaba de un lado a otro del escenario, hablando con alguien en un tono casi conspirador.

Y entonces, la vi.

La boca se me abrió en un grito silencioso de asombro. Ella tenía moretones en el cuerpo, chupones y cortadas que eran una prueba de su sufrimiento. A pesar de todo, su belleza no se desvanecía; sus ojos, aunque cansados, estaban llenos de una tristeza que me atravesó como una daga.

Llevaba puesto solo un sostén y unas bragas, un atuendo que revelaba más de lo que ocultaba. Estaba maquillada, pero las ojeras no podían ser disfrazadas.

El terror en sus ojos era evidente, y eso encendió un fuego en mi interior.

—¡Muy bien, amigos! ¡Ella es la dulce niña a la que vamos a subastar! ¡Díganme sus apuestas!—gritó Albert, como si estuviera vendiendo un producto, pero yo sabía que ella no era solo un objeto.

Los números comenzaron a volar, desde diez mil hasta más, cada uno más desesperado que el anterior. El último en hablar fue Eduard, con su inconfundible tono arrogante.

—Cien mil.

El silencio se apoderó de la sala, y sentí que mi corazón se detenía. ¿Nadie más? La voz de Albert resonó de nuevo, pero en mi cabeza solo había un eco de adrenalina.

—¡Doscientos mil!—grité, levantando la mano, sintiendo cómo cada mirada se volvía hacia mí, llenas de asombro y juicio. Estaba loco. Estaba muy loco. Mi casa no valía ni la mitad de eso, pero ella lo valía.

—¡Andamos con todo, eh!—comentó Albert, con una sonrisa burlona, mientras miraba a Eduard, que ahora tenía el semblante más serio, con la ira chisporroteando en sus ojos.

—¡Vendida al hombre de cabello castaño!—anunció Albert, y en ese momento, todos los ojos se posaron sobre mí, llenos de desprecio y sorpresa. Sabía lo que pensaban. ¿Un idiota invirtiendo tanto en una mujer? Pero, ¿qué debía hacer? ¿Dejar que se fuera con aquel hombre y que la usara a su antojo? ¡De ninguna manera!

—Por favor, acérquese, señor—me dijo una mujer, y me levanté, sintiendo una mezcla de nerviosismo y determinación mientras caminaba hacia el pequeño escenario.

—Todos los demás pueden retirarse—dijo Albert, y la multitud se dispersó, excepto Eduard, que se quedó observándome con una mezcla de desprecio y sorpresa.

—Tal vez la hayas comprado, pero te lo aseguro, ella solamente piensa en mí—dijo, con un tono que intentaba ser amenazante.

Una risa escapa de mis labios, amarga y sarcástica. Miré a la chica, y aunque estaba confusa, podía sentir que el desprecio hacia él la consumía.

—Créeme, hermano, ella ya se olvidó de ti mucho antes de que yo la comprara, así que por favor, lárgate—le dije, y él gruñó mientras salía del lugar, incapaz de ocultar su frustración.

—Creo que ya te vi en algún lado...—mencionó Albert, con curiosidad.

—Sí, frecuentaba la cafetería casi todos los días. Muy bien, ¿dónde firmo?—pregunté, tratando de evitar cualquier conversación adicional.

(•••)

Ahora estaba caminando a mi lado. Ya la había comprado, ya había pagado por ella. Todo el dinero que había ofrecido. Sam había querido matarme, pero aún así, me trajo el dinero.

—Súbete—le dije, sintiendo que era el momento de actuar. Ella negó con la cabeza, y la desesperación me invadió.

—¿Para qué me quiere? ¿Me va a...—su voz tembló, y eso rompió algo dentro de mí.

—No voy a hacerte nada que tú no quieras—le respondí, sintiendo cómo cada palabra era una promesa.

—¿Cómo puedo estar segura de eso?—me miró con esos ojos llenos de miedo, y no sabía cómo convencerla.

—Debes creerme, no soy una mala persona—le dije, y en mi pecho sentí una punzada de tristeza al ver su desconfianza.

Ella negó con la cabeza y, de repente, corrió. Corrió hacia otro lado, y yo sentí cómo el mundo se detenía.

—¡Espera!—grité, pero ella ya estaba lejos. ¿Por qué corría? ¿No sabía que había un portón de entrada y que solo podían salir con un boleto? La angustia creció en mí. La situación era más complicada de lo que había imaginado.

Mi mente se llenó de preguntas mientras la observaba alejarse, como un espejismo.

¿Acaso no entendía que había venido para salvarla?

El miedo que había en sus ojos resonaba en mi corazón, y sabía que no podría descansar hasta encontrar una manera de demostrarle que estaba aquí para protegerla, no para hacerle daño.

Y mientras me quedaba allí, solo, con la certeza de que debía actuar con rapidez, mi mente estaba llena de un solo pensamiento: no iba a perderla.

Subasta ||C.V. ||TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora