«El Libro»

23 5 2
                                    


Una de las invenciones más importantes que ha visto la luz en la historia de la humanidad, ha sido la imprenta, creada por un humano, Johannes Gutenberg.

O eso es lo que los terrícolas piensan.

Cierto día, durante una de las tantas expediciones a la tierra, a principios del siglo V d.c, el afortunado Johannes se topó con un terranauta al que confundió con un humano. En ese entonces las expediciones eran tan frecuentes que habían descubierto el modo disfrazarse con el fin de poder recorrer con tranquilidad las ciudades más pobladas como un terrícola más, mezclándose incluso entre ellos.

Hasta ese entonces los humanos contaban con Escribas, hombres pacientes que, durante siglos, debían copiar una y otra vez los textos de los libros a mano.

Apiadado de ellos, el rey Centaurus ordenó a uno de los terranautas a su cargo que dejara con disimulo un libro especialmente escrito por eruditos astrolianos, sobre la técnica que usaban para imprimir libros mediante tipos móviles, es decir, sobre «la imprenta y su creación». Claro que previamente lo adaptaron a los materiales que podían encontrarse en la Tierra. El lugar elegido, al azar, fue Alemania. El explorador espió al orfebre seleccionado, también al azar, durante días, averiguando los lugares públicos que frecuentaba, y así fue como, en un cuidadosamente planeado descuido, el explorador olvidó el libro sobre una mesa contigua a la de Johannes. El plan resultó a la perfección. El libro fue casualmente descubierto por el humano, y así fue como nació la imprenta humana, y gracias a ella, los libros tal y como los humanos los conocen.

Una copia histórica de aquel libro sobre la imprenta aún se conservaba en la biblioteca del colegio donde estudiaba el príncipe y su amigo Grus. Era una de las más grandes del reino, aunque no tan grande como la del palacio, por supuesto. Todos los libros al alcance de los estudiantes eran astrolianos. Los libros terrícolas, aunque los había, habían sido prohibidos por el rey Apolo y permanecían escondidos en un sector apartado de la biblioteca. Eclipse ya había intentado en vano conseguir permiso para curiosear entre aquellos libros prohibidos; ni siquiera su estatus le permitía pasar por sobre la ley estudiantil, dictada por su abuelo, por lo que hacía mucho tiempo que se había resignado.

Sentados frente a uno de los amplios mesones de la silenciosa biblioteca, Eclipse y Grus conversaban en voz baja, cerca uno del otro para poder entenderse, sin perturbar el silencio. Aún con sus libros de historia y matemática abiertos sobre el mesón, el tema de conversación era muy diferente.

—¿Viste sus ojos, Grus? No se parecen a los de nadie que haya conocido. Son tan obscuros y profundos...y la forma en la que reaccionó ante el anuncio de su compromiso...es decir, la forma en la que no reaccionó en absoluto...pareciera que sabe algo, que oculta algo, ¿No crees? —comentó Eclipse sobre la princesa Luna.

—La verdad es que no tuve mucho tiempo de ver qué hacía la princesa. Estaba demasiado ocupado deseando que se abriera debajo de mí un agujero negro y me tragase completo. Si no me desmayé del estrés fue gracias a Odín.

—Yo creo que tienes suerte. La princesa Luna aparenta tener todo lo necesario para gobernar el reino Luna, además de ser hermosa, tranquila e inteligente.

—Pero qué hay de mis planes...

A pesar de intentar hablar lo más bajo posible, su cuchicheo era seguido de lejos por la bibliotecaria, la Señora Vulpécula; una mujer grande, de cabello ondulado hasta los hombros, negro como el futuro del príncipe. De pronto, se sintieron observados. Vulpécula los miraba fijamente, juzgándolos por debajo de sus antejos de marco grueso y vidrios redondos. Al notarlo, Eclipse le sonrió falsamente, y codeando a Grus para que hiciera lo mismo con el de geografía, se agachó y cubrió su rostro con el libro de matemáticas abierto.

Terranautas: Los Visitantes Estelares.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora