Capítulo 1 - El enemigo protector [Parte 1]

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La directora Virgirigilda vivía y trabajaba por y para Murvi, la Escuela Marcial de Huérfanos por la Defensa del Primer Orden. Se enorgullecía de ser la mujer más joven en ocupar dicho cargo con tan solo 26 años y alardeaba de este triunfo en cada uno de los discursos que daba a los alumnos y maestros de la escuela. Todos y cada uno de los internos conocían la fórmula secreta para conseguir tal hazaña, ya que ella misma la siempre la revelaba con su voz aguda de globo desinflándose: «trabajo duro, perseverancia y mucha, mucha disciplina».

Doña Virgirigilda era una mujer cuadriculada, no solo mentalmente sino también por su constitución física. Medía 1,90 m y tenía una piel de color café que contrastaba con sus grandes ojos de color azul zafiro. Se podía decir que tenía una belleza natural mal gestionada. Le gustaba llevar flequillo liso y pelo corto con un rizo natural muy pequeño y encrespado. Aunque su cabello era de color castaño oscuro en su gran mayoría, las prematuras canas en los laterales de su cabeza dibujaban una autovía hacia el pelo indomable y de punta que salía de su coronilla. No, engominarse el pelo hacia atrás tampoco ayudaba mucho a su estilismo, y no había suficiente gomina en la escuela capaz de poder agachar aquel remolino. Para más inri, doña Virgirigilda abusaba mucho de los polvos de colorete, tanto era así que los días de viento, al levantársele el flequillo, parecía transformarse en una cacatúa ninfa.

Su personalidad era inexpresiva y robótica, como si no tuviera músculos en la cara, y ni el mejor de los psicoanalistas podría descifrar qué emociones podrían llegar a pasar por aquella cabeza tan estrambótica.

Sin embargo, la noche en la que ocurrieron los acontecimientos con los que comienza esta historia, doña Virgirigilda se encontraba de muy buen humor, lo que no es que fuera de por sí un milagro sino que ocurría tan a menudo como los años bisiestos.

Doña Virgirigilda activó con una doble pulsación su vincomnis, que era la manera fina de denominar al chip subcutáneo instalado en la mano izquierda entre los dedos índice y pulgar, y servía para las cosas más variopintas: desde hacer una videollamada holográfica, escanear melones, detectar mentiras, o hacer bromas a otros alumnos fingiendo que les lanzas un cubo agua o dardos venenosos. Esta vez la vincomnis proyectó un sobrio y pequeño reloj que señalaba las 11:45 p. m. del 31 de mayo. De normal su jornada de trabajo debería acabar en 15 minutos, después de las 18 horas de rigor, pero aquel día era un día especial y muy esperado por todos, ya que era el único día de celebración permitido en aquella lujosa y exquisita escuela.

Cabría esperar que Virgirigilda se sintiera agotada, pero la verdad es que los sustitutos alimenticios que tomaba como Camellac, Ietigris, Unguifelis (que no eran otra cosa que leche de camello, hígado de tigre y uña de gato) le daban toda la energía necesaria para trabajar 24 horas sin acordarse de qué era aquello denominado cansancio. Por otra parte, la directora experimentaba un subidón de energía adicional los días que tenía que presidir juicios y aquella mañana había sentenciado a una decena de alumnos a hacer 72 horas consecutivas de guardia en las murallas energéticas por haberse dejado comida en el plato del desayuno. Si alguno de ellos fracasaba en cumplir el correctivo, ella misma sería la encargada de abrir las murallas y expulsarlos de la escuela a su suerte, sin el más mínimo remordimiento y sin ni siquiera tener en cuenta la edad del alumno en tan dura decisión. Bien es cierto que no solía ser necesario llegar a semejante extremo ya que, gracias a ella, los alumnos siempre salían con la lección bien aprendida y eso sin duda les servía para llegar muy lejos en la vida... Bueno, siempre y cuando sobrevivieran a todas las batallas a las que se enfrentaran.

«Los maestros y alumnos ya deben estar listos en el anfiteatro para escuchar emocionados mi discurso», pensó doña Virgirigilda acelerando el paso, mientras sus tacones resonaban como las herraduras de un caballo andaluz bajo la gran cúpula de mármol y cristal de Bohemia del vestíbulo del Aulario, ubicado en un lujoso edificio de arquitectura neoarmónica del siglo XX. En su cabeza iba repitiendo palabra por palabra el mismo discurso que daba desde que llegó hacía 2 años. No es que le hiciera falta ensayar, pero amaba la excelencia y era un método que le ayudaba a mantener la mente en forma y complacida.

Sophia Plera - La cuna de los valientesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora