II

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El verano llegó y el Señor Ciga se marchó durante dos meses por negocios. Pero antes de irse, dio las llaves del palacete a su sirviente para que lo cuidara pero sin que nadie supiera que él las tenía. Era la primera vez que lo hacía y sabía que era porque ya había entrado en la casa y la había visto por dentro. Durante ese verano Diego se enamoró de una joven extranjera procedente de Inglaterra. La chica se llamaba Elizabeth Burrell, era alta, de cabellos rubios y lisos que le caían por la espalda, sus ojos eran azules y a sus veinte años era la primera vez que viajaba a España, pero su madre era española, por lo tanto ella dominaba la lengua de aquí a la perfección. Los dos jóvenes estaban muy enamorados pero Elisabeth debía volver a su casa de Inglaterra la última semana de verano. Los dos sabían qué pasaría si ella se marchaba, no podían ni pensarlo, así que decidieron casarse. Antes de hacerlo el Señor Ciga quería conocerla aunque al joven no le entusiasmaba la idea.

Era martes por la tarde y había llegado el momento más esperado, el Señor Ciga iba a conocer a Elizabeth y a pesar de las advertencias de Diego sobre su mente perturbada a ella no le importó ya que no le creía. Cuando llegaron al palacete Elizabeth se maravilló al verlo, era un pequeño palacio en la cima de una montaña, rodeado de más montañas. Era una casa alargada, por la parte de delante había un porche que servía de entrada, el porche se rodeaba por unos arcos de piedra, como las vallas que los sustentaban.

El Señor Ciga les estaba esperando en el porche, al lado de una mesa con tazas para tomar el café.

- Buenas tardes Señor Ciga. Ella es Elizabeth Burrell, mi prometida.

- Hola Señor Ciga. He oído mucho hablar de usted, tenía ganas de conocerle.

- Espero que todo lo que hayas oído de mi sea bueno. - Hizo una pausa corta mirando a su sirviente y luego continuó. - Por favor sentaos, me gustaría conocerte. - Mirando a la joven el Señor Ciga separó la silla de la mesa para ayudarla a sentarse- Diego me dijo que eras de Inglaterra y no me gustaría que perdieras tus costumbres así que me he tomado la libertad de hacer un poco de té para quien lo prefiera. Espero que te guste.

- Gracias Señor Ciga, es muy amable pero no tenía por qué hacerlo, me gusta mucho el café- Elizabeth le dio las gracias y aprovechando que ya había hecho el té le pidió que le sirviera.

El Señor Ciga se comportó como un caballero, no parecía que fuera un hombre malvado que raptaba a las personas. Elizabeth se sorprendió por su amplio vocabulario y de lo inteligente que era, disfrutó mucho hablando con él.

- ¿Cuándo pensáis casaros? - Preguntó el Señor Ciga sirviéndose de nuevo un poco de café.

- Nos gustaría casarnos el mes que viene, durante la segunda semana, cuando mi padre vuelva de su viaje.- Mientras hablaba cogió la mano de Diego.

Siguieron hablando de la boda y al cabo de un rato Elizabeth preguntó por el servicio. Diego se levantó para acompañar a su prometida pero el Señor Ciga se adelantó.

- No te levantes por favor, ya la acompaño yo.

Desaparecieron por la puerta y aunque pensara que no iba a pasar nada Diego estaba preocupado. Dentro de la casa solo se encontraban el Señor Ciga y la prometida. La casa era grande por lo que tardaron en llegar lo suficiente para que terminara la conversación, pasaron el gran salón y se metieron en un largo pasillo oscuro con algunas puertas que estaban cerradas.

- Diego me dijo que usted estaba casado y que tenía dos hijas.

- Sí. Mi mujer se llamaba Dorotea, una diosa. Mis hijas eran como su madre, rubias y pálidas- se rio tímidamente mientras rememoran un recuerdo de ellas. - Parecía que estaban muertas, pero eso era parte de su belleza, todo el mundo las adoraban. - El Señor Ciga se paró delante del pasillo y cogiendo la mano de la joven la miró. - Tú me recuerdas a mi hija mayor, tan lista, tan agradable y curiosa, se llamaba Violeta. En cambio Beatriz, era más conservadora, prefería leer un libro que hablar con la gente. - La soltó de la mano y continuó. - Me gustaba mucho la compañía que me hacían, las echo mucho de menos.

- ¿Y qué les pasó?

El Señor Ciga se volvió a quedar en silencio y cuando dijo algo solo era para indicar que ya habían llegado. El día había terminado y la noche llegó, habían pasado una buena tarde pero tenía que acabar. 

 

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El palaceteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora